Virgilio, los horóscopos y el movimiento de precesión

Los antiguos conocían el cielo mucho mejor de lo que imaginamos. Vivían bajo su luz diurna o nocturna y la electricidad no les enmascaraba la noche, la veían tal cual es. Y, frente a la evidencia de lo que se observa a primera vista, el hecho de que el sol o las estrellas se muevan aparentemente sobre nuestras cabezas no impidió a algunos imaginar que éramos nosotros, la Tierra, los que dábamos vueltas mientras el cielo permanecía fijo. Cicerón en sus Academica (II, 123) lo cuenta de Hicetas de Siracusa, pero también lo sabemos de Filolao, de Ecfanto, de Heráclides Póntico y, según algunos, lo podemos sospechar de Platón. Hoy en día todos aprendemos de niños, aunque a simple vista no resulte tan evidente, que la causa de ese aparente paseo que los astros se dan diariamente sobre nuestras cabezas es la Tierra, que da vueltas sobre sí misma. Lo llamamos movimiento de rotación y da lugar a la variación del día y la noche.

Cuando observaban el cielo, los antiguos agruparon en su imaginación algunas estrellas y vieron en ellas formas distintas, de dioses, de animales, de objetos. A esas agrupaciones las llamaron tardíamente constelaciones, es decir, al pie de la etimología, conjuntos de estrellas (el nombre constellatio aparece en latín por primera vez en los Scriptores Historiae Augustae y lo hallamos recogido en el Elementarium de Papías en el siglo XI). De esas constelaciones les interesaron en especial las que concibieron como grupos al fondo del cielo nocturno en el lugar por el que sale cada día el sol, porque variaban a lo largo del año y se repetían sistemáticamente siguiendo las estaciones. A lo largo de ese recorrido que hace el Sol visto desde la Tierra (los astrónomos llaman “eclíptica” a esa línea imaginaria, porque es la franja donde se producen los eclipses) imaginaron doce figuras distintas y vieron en ellas formas de animales. Los astrólogos les dieron significados para la vida de los humanos e imaginaron consecuencias para el destino de la gente derivadas del hecho de haber nacido cuando el Sol “pasa” delante de cada una de esas constelaciones. Esa división en doce partes de la banda del cielo que tiene por centro a la eclíptica la crearon los astrónomos babilonios y los griegos la denominaron Zodiaco (ζῳδιακός, de ζῶον ‘animal’). Hoy también aprendemos de niños que ese recorrido de la Tierra, representado en las estaciones, se debe a que da vueltas de un año de duración alrededor del Sol y lo llamamos movimiento de traslación. Pero los habitantes de nuestras latitudes, las mismas de griegos, romanos, egipcios o mesopotámicos, no solemos prestar la misma atención a que no es solo el movimiento de traslación el que produce la variación de las estaciones, que en el ecuador o en el hemisferio sur no funcionan de la misma forma. Y es que primavera, verano, otoño e invierno deben su existencia a que el eje sobre el que la Tierra gira tiene una inclinación de 23,43° con respecto al plano de la eclíptica por el que se desplaza alrededor del Sol en ese movimiento de traslación, lo que hace que sus rayos tengan incidencias diferentes en cada época del año según el punto en que nos hallemos sobre la Tierra en nuestro largo y repetitivo viaje anual.

Pues bien, los antiguos habitantes del entorno del Mediterráneo consideraban la primavera como el comienzo del año natural, el nacimiento repetido de la vida que cada año traía el Sol, cuando se cruzaba al amanecer sobre la constelación de Aries (el vellocino de oro) en el equinoccio de primavera, según la tradición más común en la documentación clásica. Todos los horóscopos actuales que aparecen en las revistas, en los periódicos y en algunos canales de televisión o de la red nos muestran la cadencia del año a partir del signo de Aries y del equinoccio de primavera en torno al 21 de marzo. Y toda la gente en broma o en serio se atribuye la pertenencia a uno u otro signo en función de su fecha de nacimiento.

Y aquí viene lo extraño. En las Geórgicas (I, 218-19) Virgilio escribe:

candidus auratis aperit cum cornibus annum / Taurus et aduerso cedens Canis occidit astro (“el brillante Toro abre con sus dorados cuernos el año y cae el Perro dando paso al astro opuesto”).

El texto presenta algunos problemas de interpretación, además de algunos de lectura (frente a averso, que aparece en muchas ediciones, he adoptado la lectura adverso, aportada por la ya clásica edición comentada de Richard F. Thomas [Cambridge University Press, 1988]). Las interpretaciones intentan cuadrar la astronomía que refleja el texto: el brillante Toro es la constelación de Tauro, en la que se hallan las Pléyades, las Híades y la luminosa Aldebarán; el Perro que cae o que se pone es la constelación del Canis Maior y el astro adverso sería Tauro (en caso de leer astro averso, este se referiría a Sirio, la estrella principal del Canis Maior, la más brillante del cielo).

Pero de una forma general las versiones comentadas o anotadas tratan de hacer entender por qué aparece Tauro como la constelación que abre el año (annum…aperit…Taurus). Si el año lo abre Aries, ¿cómo es posible que Virgilio se confunda? Para evitar lo que sería un desconocimiento astronómico inaceptable en Virgilio, comentaristas y traductores trasladan a abril la referencia virgiliana y hablan de sacrificios con toros o de que es en abril cuando se siembran las habas, la alfalfa o el mijo que menciona Virgilio al referirse a esta fecha. Incluso se recurre a recordar que Tauro ocupa la parte final de abril y se retorna a la relación de “abril” con aperit que creó la etimología varroniana; pero es evidente que, según la astrología, abril casi completo pertenece a la constelación de Aries y que Tauro solo entra en los últimos diez días del mes.

Se diría que todas esas explicaciones se ofrecen porque lo que dice Virgilio no casa con lo que esperaríamos de su conocimiento del cielo y se necesita algún detalle que explique el porqué del contenido de sus versos. Porque lo cierto es que unos versos antes (I, 208-209) Virgilio hacía mención al equinoccio de otoño (Libra die somnique pares ubi fecerit horas / et medium luci atque umbris iam diuidit orbem, … [“Cuando Libra ha igualado las horas del día y de la noche y divide la mitad del orbe entre la luz y las sombras, …”]) y en este caso los comentarios no se detienen a aclarar que aquí Virgilio atribuye bien a Libra el equinoccio, porque es lo esperado, sino que se dedican a comentar, si acaso, la elección entre la forma extraña del genitivo die o dies (Thomas prefiere die, avalado por gramáticos y manuscritos, frente a dies, que, siguiendo a Gelio y a otros manuscritos, presentan otros editores).

Pero en mi opinión quizá pueda darse otra explicación lógica y aceptable, más acorde con la observación de los cielos, hecha desde otro ámbito aparentemente menos filológico, que, además de plausible, puede hacer de Virgilio un testimonio para la ciencia.

Veamos. Además de los movimientos de rotación y traslación, la Tierra tiene otros movimientos menos conocidos. Uno de ellos es el de precesión: a la par que gira sobre sí misma y viaja alrededor del Sol, la Tierra se mueve como una peonza, cabeceando sobre su eje, de forma que en ese cabeceo su eje describe un cono cuyo vértice es el doble de esos 23° 27’ que antes mencioné y con un sentido de giro contrario a la rotación. Lo hace una vez cada 25.700 años aproximadamente, lo que hará que dentro de 14.000 años más o menos (como pasó hace 12.000), el norte no apunte a la estrella Polar, en la Osa Menor, sino a Vega, en la constelación de la Lira. La importancia de este movimiento en el plazo de una vida humana es despreciable, porque el cambio del cielo en ese tiempo es imperceptible, pero es muy importante cuando se habla de astronomía antigua, porque el cielo cambia notoriamente cuando se habla de miles de años. Cuando se levantó el monumento megalítico de Stonehenge, la Cruz del Sur era visible desde allí en ciertas épocas del año, algo que dejó de suceder hace más de 5000 años.

El primero en hablar de ese movimiento fue Hiparco de Nicea (s. II a. C.), del que conservamos pocos escritos, pero sí mucha memoria gracias al Almagesto de Ptolomeo. Su cálculo de ese movimiento no estuvo muy descaminado: atribuyó al movimiento anual del conjunto del cielo una cantidad de 36” de arco, ahora se sabe que es de aproximadamente 50”. Pero la precesión provoca también que el equinoccio de primavera coincida cada poco más de 2000 años sobre una constelación diferente. Los horóscopos que ahora maneja la astrología de los periódicos y demás recogen la posición del cielo de hace alrededor de 3000-2000 años, que era la que imperaba en la antigüedad clásica. Ahora, cualquier astrofísico nos diría que en la actualidad el equinoccio de primavera no coincide con Aries, como dicen los que se fían de esas cosas en los horóscopos, sino ya al este de Piscis, camino de Acuario. ¡Y los que se fían de los horóscopos siguen sin saberlo! Los que se creen nacidos en Aries o Virgo o Cáncer, son Piscis o Leo o Géminis y ya camino de Acuario, Cáncer y Tauro respectivamente.

Pero hablemos de Tauro, la “confusión” de Virgilio. Tauro era una constelación muy importante para los antiguos. La importancia de los toros para ellos nos la recuerdan el buey Apis de los egipcios, que era la encarnación de Osiris, los toros alados de los palacios asirios, el becerro de oro que adoraron los israelitas, el Minotauro al que venció Teseo o Zeus disfrazado de tal raptando a Europa. Aproximadamente entre el año 4000-2500 a. C. Tauro era la constelación que abría la primavera y así lo siguen reflejando tablillas babilonias halladas en el Eúfrates pertenecientes al año 600 a. C., más de 2000 años después, en las que se la llamaba “Toro-de-frente”. Esa gran tradición mesopotámica de la observación del cielo existía aún en Grecia (sabemos que Hiparco la usó en algunas cuestiones, aunque colocó en Aries el equinoccio en su tiempo) y trabajos recientes han revelado el uso de métodos y datos babilónicos hasta bien entrada nuestra era, incluso después del Almagesto de Ptolomeo del siglo II. Por ejemplo, las reglas babilónicas para la salida y puesta de la Luna reaparecen casi sin cambios en la enciclopedia de Plinio (NH II, 14) y Vettius Valens, un astrólogo del siglo II, que escribió en griego una Anthologia, el tratado astrológico más completo de la época, repite estos datos y cita entre sus fuentes a Teucro de Babilonia.

La hipótesis que sugiero con ello es que con mucha probabilidad podía mantenerse en algunos círculos de la tradición romana, sobre todo a nivel popular, la idea de Tauro como la constelación del Zodiaco que “abre el año”. Necesitaría corroborarse con algún dato que ya se ha perdido o que anda por ahí y yo no he buscado exhaustivamente.

Si la sección del horóscopo de los periódicos de hoy, con lo que sabemos del cielo, lleva más de 3.000 años de retraso, manteniendo la tradición sin actualizarse astronómicamente, no le pidamos a Virgilio que estuviera al día de los datos de la astrofísica ni retorzamos los hechos para que tenga una razón en cambiar Aries por Tauro. Virgilio y la ya anticuada tradición que quizá adopta en este pasaje pueden ser uno de los documentos antiguos que nos habla inconscientemente del movimiento de precesión de los equinoccios.

La Tierra tiene aún algunos movimientos más y un poco más complejos (nutación, bamboleo de Chandler, precesión del perihelio), pero leyendo a Virgilio no he encontrado nada que pueda sugerir un testimonio de ellos.

Agustín Ramos Guerreira

Para interesados y aficionados:

BARTON, T. (1994): Ancient Astrology, London / New York: Routledge

EVANS, J. (1998): The History and Practice of Ancient Astronomy. Oxford: University Press.

KRAGH, H. S. (2007): Conceptions of Cosmos. From Myths to the Accelerating Universe. A History of Cosmology. Oxford: University Press.

HANSON, N. R. (1985): Constelaciones y conjeturas (trad. del original inglés de 1973). Madrid: Alianza Editorial.

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