Es de saludar la publicación del libro “La edad de la penumbra. Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico” (Taurus, Barcelona, 2018). Su autora es la periodista inglesa Catherine Nixey. Se trata de una obra que, en el mismo título, está declarando su orientación, una obra de divulgación que tiene, sin lugar a dudas, una cantera de lectores que lo recibirán con aplauso. Es meritorio el libro por lo que tiene de intento de síntesis sobre un tema en el que es difícil conjugar todos los datos que entran en juego y además encontrar el debido equilibrio y distancia aséptica para no caer en visiones simplificadoras y maniqueas. Nixey aborda el tema desde un paradigma de “cristianofobia”. Con esto no digo, ni mucho menos, que todo lo que dice no sea aprovechable ni que sea incierto. Pero sí que introduce un sesgo y muestra a las claras sus propios sentimientos de animadversión. Tras mi propia lectura, quiero mencionar un par de puntos que me han llamado la atención.
La visión que ofrece del tema de los mártires está a mi entender desenfocada. Nixey ve al mártir como un personaje sombrío, un fanático que odia esta vida y que ama la muerte. Frente a él, sus torturadores son personas razonables que intentan sacarlo de su obcecación. Es verdad que se dio el tipo de mártir que la autora describe con esos tintes tan negativos. Era el tipo de cristiano sectario, perteneciente a movimientos que terminaron al margen de la Iglesia oficial, la cual rechazó siempre la posibilidad de presentarse a las autoridades en tono provocativo, llamando siempre a sus fieles, en cambio, a dar “testimonio” (μαρτύριον) de Cristo, con la vida y, sólo si fuera necesario, con la muerte. Un hecho histórico significativo es que hubo un gran número de cristianos que, en los momentos de dificultad, cuando tendrían que haber dado ese testimonio supremo, sucumbieron de hecho y dejaron de hacerlo, cayendo en posturas cobardes o cuando menos acomodaticias. Estos fueron los lapsi, que suscitaron en la Iglesia un grave problema disciplinario… Lo que estos hechos demuestran es que el común de los cristianos era gente normal: personas débiles, apegadas a la vida, a sus propiedades, con amor y preocupación hacia sus hijos, con miedo al futuro y con miedo a la muerte. En definitiva, lo que somos la mayor parte de las personas en todas las épocas… Pero Nixey pasa por encima de esto. Está suponiendo que aquel tipo de mártir herético se identifica sin más con el mártir cristiano. Como es un tipo repelente, porque ciertamente lo es, Nixey transmite subrepticiamente la idea de que el cristianismo representa un movimiento opuesto a la vida, a la alegría de vivir y a todos los valores positivos que encontramos en ella, como el conocimiento. La manipulación está servida, a base de extrapolar al conjunto un fenómeno morboso y residual.
El segundo tema que cabe comentar es de índole filológica y se refiere a la transmisión de los textos de la Antigüedad. Nixey presenta a una Iglesia enemiga de la cultura que se dedica a eliminar sistemáticamente todos los documentos que no se avienen a su propia ortodoxia, realizando una despiadada labor de “censura”. Creo que es inadecuado aplicar a esta coyuntura de los primeros siglos cristianos el concepto de “censura”, si entendemos por censura la ‘voluntad deliberada de privar al común de la gente de un determinado tipo de literatura cuya difusión no interesa a una élite dominante’. Pero esto no se puede aplicar propiamente a la época antigua. Hemos de colocarnos en la perspectiva de los modos de transmisión de los escritos en aquellos siglos, muy diferentes a los modernos. La transmisión se hacía mediante la copia sucesiva, a mano, por parte de un grupo muy limitado de personas. Era una transmisión por tanto lenta y laboriosa, que había que justificar en cada caso. Antes de copiar un libro se había de calcular, por decirlo así, su utilidad. Había cosas que, en un momento dado, seguían teniendo interés y otras que dejaban ya de tenerlo. Entonces el dejar de copiar algo no implicaba una hostilidad, una voluntad de eliminar o de ocultar. Era una selección natural de los escritos. De este modo, sin necesidad de que llegara el cristianismo, con sus nuevos criterios, ya mucho antes de ello, los mismos filólogos, especialmente los alejandrinos, fijaban el canon de lo que habría de estudiarse en las escuelas…
Cuando los cristianos comenzaron a dominar la cultura se encontraron con un importante bagaje literario, a pesar de que ya entonces era mucho lo que se había perdido de los siglos anteriores. Y no había capacidad para transmitirlo todo. Pero en cambio había unos criterios, ciertamente nuevos, por los que unas cosas eran aprovechables y otras no. Yo no creo que por parte ni de paganos ni de cristianos existiera entonces la conciencia de una obligación de conservar todo el patrimonio bibliográfico en su integridad. Más bien, no todo merecía ser conservado. Ahora bien, para conservar algo, dejando de preocuparse por conservar otras cosas, se necesitan unos criterios, que podrán ser meramente filológicos, o filosóficos (cada escuela conservaba lo suyo, no lo de las demás) o también teológicos (en este caso, los de los dirigentes eclesiásticos). La conciencia y voluntad de conservar todo el patrimonio bibliográfico es moderna. Los escritos que se hallan hoy en las bibliotecas o que circulan por Internet tienen, obviamente, mayor o menor calidad. Son muy utilizados en algunos casos, pero poco o casi nada en otros muchos. No obstante, existe hoy la común percepción de que hay que retenerlo todo de alguna manera, a pesar de la inmensidad o inabarcabilidad de lo que se ha escrito y se escribe. La diferencia con respecto a aquellos siglos es clara: la reproducción de los escritos es, desde la revolución de la imprenta, mucho más fácil, y desde la revolución informática, aún mucho más fácil, además de que ahora ha dejado incluso de ser un problema el almacenamiento de los soportes materiales en que los escritos están grabados… Pues bien, la idea que intenta transmitir Nixey es la de que el cristianismo ejerció, introduciendo una terrorífica cesura en la historia, una amputación voluntaria del rico bagaje cultural anterior. Veamos cómo se expresa ella misma:
“Se preservó mucho pero mucho, mucho más se destruyó. Se ha estimado que menos de un diez por ciento de toda la literatura clásica ha sobrevivido hasta la era moderna. En el caso del latín, la cifra es aún peor, se estima que sólo se conserva un uno por cierto de toda la literatura latina. Si esto era “preservación” —como con frecuencia se ha afirmado—, entonces se llevó a cabo con asombrosa incompetencia. Si fue censura, resultó ser brillantemente efectiva. El mundo clásico, vivaz y deliberador, estaba, de manera literal, borrándose.” (p. 176)
Aunque la obra es altamente meritoria y posee otros muchos puntos positivos, que igualmente se podrían tratar, he querido presentar estos dos como un ejemplo de lo que resulta cuando se aplican a la historia esas categorías maniqueas por las que se considera que, en un momento dado, lo “bueno” sustituye a lo “malo” o lo “malo” a lo “bueno”. Más bien, el pensamiento y la espiritualidad se desarrollan a base de síntesis sucesivas en que lo nuevo sustituye a lo antiguo con la condición de integrar lo mejor de aquello.
Javier Moreno Pampliega
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