Tito Livio comienza su historia de Roma manifestando en el prefacio (1, pr. 7) que todos admiten que Marte es padre del pueblo romano y de su fundador, Rómulo. Y es que Quirino, un dios antiguo al que se asimiló la deificación de Rómulo, formaba junto a su padre Marte y a Júpiter la tríada capitolina arcaica. Solo después de la dominación etrusca en época de los Tarquinios y de la influencia griega que ellos aportan esa tríada capitolina será sustituida por la de Júpiter, Juno y Minerva. Y Marte, perteneciente a una época anterior a la presencia griega, y de la que conserva muchos ritos y particularidades, irá asimilando los episodios mitológicos y las características de Ares (no todas) hasta ser tradicionalmente interpretado como su versión romana. Su nombre clásico, Mars, tuvo otras formas más arcaicas (Mavors, Maspiter, Mamars, etc.), entre las que la más antigua documentada es actualmente la del lapis satricanus, donde aparece representado en caso dativo (MAMARTEI).
Pero en este momento no me interesan ni su nombre ni sus andanzas mitológicas, que dejo para gente experta en la materia. Hoy solo quiero dar algunos datos sobre otras cosas que llevan su nombre y su posible porqué: el cuarto planeta de los que giran alrededor de nuestro sol, el tercer mes de nuestro calendario o el segundo día de la semana. Y los he citado en este orden para reflejar el orden más probable en el que surgieron tales denominaciones.
Contaba el gran clásico Mircea Eliade que ya en las religiones mesopotámicas y en casi todas las demás religiones antiguas conocidas se observa la tendencia de los humanos a establecer una correspondencia entre los hechos de la tierra y el cielo que nos cubre.
Dentro del cielo suscitaron desde el principio especial atención esos astros de comportamiento irregular, errante, que variaban sus posiciones y daban lugar a movimientos inesperados, extrañas coincidencias y ocultaciones: los planetas. De su anómalo decurso en el conjunto regular de la esfera celeste recibieron en griego ese nombre (ἄστρα πλανητά, de πλανάω, “salirse del camino recto, andar errante”). Se les llegó a llamar “intérpretes” en el ámbito babilónico, porque con sus salidas y puestas, eclipses y alineamientos, daban a conocer el futuro, interpretando la voluntad de los dioses, y significaban vientos, lluvia, calor, terremotos y todo lo que ocurre en el aire, tanto beneficioso como perjudicial para las naciones, gobernantes y pueblos. Mostraban signos divinos de los hechos terrestres y su estudio dio lugar a la fuerte relación entre la astronomía y la adivinación. A cada planeta se le atribuyó un metal, un color y su pertenencia a un dios, y así tales metales y colores podían ser usados en beneficio o perjuicio de alguien mediante la invocación al dios correspondiente.
El planeta elegido en Roma como signo del dios Marte (“Πυρόεις, quae stella Martis appellatur”, decía Cicerón [Nat. deor. 2, 53]) fue desde el principio un planeta sobresaliente. Incluso a simple vista, este planeta tiene un llamativo tono rojizo perfectamente apreciable en la noche, aunque en la actualidad no nos fijemos mucho en él. Para los antiguos, que carecían de contaminación lumínica, el cielo era algo plenamente familiar. Históricamente, el color rojo se ha asociado con la ira y la lucha y parece apropiado, por tanto, que los romanos llamaran a este planeta Marte, en honor al dios de la guerra. Con Marte a su lado, los romanos se sentían invencibles en la batalla.
Pero he dicho que dejo aparte la mitología. A lo largo de los años, Marte ha ejercido una fascinación para los humanos. Incluso los telescopios más modestos pueden distinguir algunas diferencias de color en su superficie y, si son un poco mejores, incluso los casquetes polares que cambian de tamaño en las estaciones. Cuando la técnica mejoró, se pudieron observar en Marte ciertas estructuras semejantes a canales que dieron lugar al rumor de que Marte podía estar habitado por vida inteligente y a la gran tradición popular sobre los marcianos. En la actualidad se ha convertido en la siguiente conquista espacial de los humanos después de la luna. Ya hemos posado en su superficie varias sondas y módulos de aterrizaje por los que lo vamos conociendo en detalle antes de intentar el asalto real. Sabemos ya mucho de Marte: para los que somos legos nos vale conocer que en la actualidad es un planeta árido con una fina atmósfera de dióxido de carbono y pequeñas cantidades de vapor de agua. El agua congelada y el dióxido de carbono forman una especie de escarcha que recubre los polos. Su tamaño es aproximadamente la mitad que la Tierra y nos dicen los científicos que puede que haya tenido en el pasado agua líquida y una atmósfera más rica.
Pero Marte dio nombre no solo a un planeta, sino que los romanos le dedicaron también el primer mes del año. La reconstrucción del calendario arcaico que hicieron los romanos tuvo lugar al final de la República y, aunque las investigaciones más modernas hacen pensar que tales reconstrucciones no son fiables, lo cierto es que el año arcaico comenzaba para los romanos, según la tradición, precisamente con un mes al que dieron el nombre del padre de Roma: el mensis Martius. Después venían Aprilis, Maius, Junius, y siguiendo un orden numérico, Quintilis, Sextilis, September, October, November y December. Más tarde se añadirían enero y febrero, y el quinto y el sexto cambiarían de nombre, pero eso es otra historia. Varrón, esa especie de gran creador de la cultura romana, como lo llamó Cicerón (lo citaba yo hace unos días a propósito de la fecha de la fundación de la ciudad), cuando trata la etimología de los meses del año, nos lo cuenta así:
“Mensium nomina fere sunt aperta, si a Martio, ut antiqui constituerunt, numeres: nam primus a Marte. (“Los nombres de los meses son casi evidentes, si los cuentas a partir de marzo, como lo fijaron los antiguos: por tanto, el primero recibe su nombre de Marte”, Varro, LL 6, 33)
No tenemos datos concretos para determinar si fue primero en latín el nombre del planeta o el del mes, pero la historia de las religiones y la antropología histórica nos permiten afirmar que fue anterior la adjudicación al dios del planeta que la organización de un calendario con el homenaje del nombre del primer mes.
Y vamos con el último nombre, el del martes, el segundo día de nuestra semana, algo que, sin embargo, sí podemos datar relativamente con más fundamento. El Martis dies (etimológicamente claro todavía, por ejemplo, en el francés mardi o en el italiano martedi o, con otro orden de palabras, dies Martis, en el catalán dimarts) era un día que llevaba su nombre, pero en este caso no se trata de una dedicatoria al dios, sino de una denominación secundaria: la adopción de una semana de siete días a los que se dio el nombre de los planetas, previamente bautizados con los nombres de los dioses. No encontraréis el sintagma dies Martis en la literatura clásica latina. La única vez que Marcial lo emplea (“Martis alumne dies”, XII, 60, 1) no habla del martes, sino de las calendas de marzo, su cumpleaños.
Como es sabido, la semana romana era de ocho días, era marcada en los Fasti (calendarios) por las ocho primeras letras del alfabeto y servía para indicar las nundinae, los días de mercado. Hace unos días mencionaba la Crónica (o Cronógrafo) del 354, un códice del siglo IV conocido también como el Calendario de Filócalo, nombre de su calígrafo (Furius Dionysius Filocalus). Parece que iba dirigido a un tal Valentino, un miembro, se supone, de la familia de Símaco. Entre otras muchas cosas el libro contiene un calendario de días ligado a los siete planetas de la Antigüedad y un calendario ilustrado de los meses. Allí puede hallarse una tabla de correspondencias entre las letras de las nundinae de los Fasti romanos con otra semana de diez días que marca los ciclos lunares a través del año y con la semana de siete días, la nuestra, regida por los planetas, de procedencia babilónica e incorporada al mundo judío y adoptada de forma definitiva por los cristianos. Esta semana de siete días fue una innovación tardía en el calendario romano, introducida en el tiempo de Augusto, a juzgar por algunas pruebas extraídas del estudio de los Fasti Sabini, los Nolani y los Foronovani. El poeta augústeo Tibulo (1.3.18) se refiere al Saturni sacram … diem (“día sagrado de Saturno”), para hablar del sábado, lo que nos puede hacer pensar que se adoptó pronto esa denominación planetaria, aunque los Fasti siguieran marcando los días de la semana con letras.
A este propósito es bueno recordar un par de cosas: cuáles eran los planetas en la concepción griega del universo geocéntrico y la aparición de la semana de siete días. Aunque no está claro quién descubrió que los planetas son un tipo de astros distintos a las estrellas, lo cierto es que el Sol y la Luna tampoco guardaban el esquema circular perfecto del movimiento del resto del cielo, por lo que la palabra “planetas” incluía no solo Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno, los planetas conocidos hasta entonces, sino también el Sol y la Luna.
Aunque el número y la identificación de los planetas eran aceptados de forma general, en lo que no hubo unanimidad fue en asignar el lugar que ocupaban entre sí las distintas esferas que contenían estos siete planetas. Es enorme la abundancia de versiones y discusiones, pero para hacerse una idea inicial podéis echar un vistazo a los Commentarii in somnium Scipionis de Macrobio (1, 19), aunque también lo trataron otros muchos autores, entre ellos algunos tan eximios como Platón o Cicerón. El orden que acabó cuajando, ordenado de mayor a menor distancia a la tierra, fue: Saturno, Júpiter, Marte, el Sol, Venus, Mercurio y la Luna. Estos dioses planetarios fueron asignados en orden a las veinticuatro horas del día, y luego a las ciento sesenta y ocho horas de la semana. El dios al que correspondía la primera hora de cada día fue el que dio nombre a ese día en particular. Y ese orden de días fue: Saturno, el Sol, la Luna, Marte, Mercurio, Júpiter y Venus, que dieron nombre a los días de una semana que empezaba con Saturno. Al primer día el influjo judaico le cambiaría el nombre por el del Sabbath, y los cristianos lo hicieron con el siguiente, el dies dominica (parece que fue Ignacio de Antioquía el primer testimonio de su uso). De ahí nuestros nombres de sábado y domingo, que eliminaron el día de Saturno y el del Sol, aunque mantuvimos los demás (Luna, Marte, Mercurio, Júpiter y Venus). En inglés, por ejemplo, los nombres latinos perduraron como entre nosotros en algunos casos, pero no en otros. Se mantuvieron para el día de Saturno, del Sol y de la Luna (Saturday, Sunday, Monday, según su versión inglesa) y se cambiaron por dioses nórdicos los demás: en versión inglesa Tiw, Woden, Thor, Frige (Tuesday, Wednesday, Thursday, Friday).
Como veis, esto ya no tuvo mucho que ver con el dios Marte, sino con las ricas y complejas discusiones astronómicas que han marcado el estudio del cielo desde las culturas mesopotámicas y que siguen hasta hoy, cuando se nos habla de agujeros negros, de multiversos, de teoría de cuerdas o de gravedad cuántica de bucles.
Si Anaximandro hubiese visto las fotos que nos envía el Hubble…
Agustín Ramos Guerreira
Referencias (por si hay interesados):
Couprie, D. L. (2011): Heaven and Earth in Ancient Greek Cosmology. From Thales to Heraclides Ponticus. New York / Dordrecht / Heidelberg / London: Springer
Eliade, M. (1978): Historia de las creencias y de las ideas religiosas. Vol. I: De la prehistoria a los misterios de Eleusis. Vol. II: De Gautama Buda al triunfo del cristianismo. Madrid: Ediciones Cristiandad.
Evans, J. (1998): The History and Practice of Ancient Astronomy. Oxford: University Press.
Hannah, R. (2005): Greek and Roman Calendars. Constructions of Time in the Classical World. London: Duckworth.
Rüpke, J. (2011): The Roman Calendar from Numa to Constantine. Time, History and the Fasti. London: Willey-Blackwell (Traducción inglesa del original alemán de 1995)
Swerdlow, N. M. (ed.) (1999): Ancient Astronomy and Celestial Divination. Cambridge (MA) / London: MIT Press.
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