Hoy se cumple un deseo de Notae Tironianae, que también participe en este blog gente que procede de fuera del ámbito de las letras. E inauguramos esta línea, que deseamos prosiga, de una forma muy honorable, nada menos que con una entrada redactada por el que fue Rector de nuestra Universidad entre 2003 y 2007, el catedrático jubilado de Bioquímica de la Facultad de Medicina Dr. Enrique Battaner Arias. Desde aquí, muchas gracias por su colaboración.
El escritor británico C. P. Snow denunció en su famosa conferencia (y más tarde opúsculo) The Two Cultures and the Scientific Revolution el progresivo apartamiento de las Ciencias y las Humanidades. Eso sí, lo hizo desde la perspectiva del hombre de Ciencias, denunciando la escasa cultura científica de nuestros humanistas. A día de hoy, creo que todavía no ha surgido la correspondiente denuncia del lado de las Letras, que también buena falta hace. Ahora bien, esto no ha sido siempre así. Hubo un tiempo en el que el saber humano era considerado como un todo, sin hacer esta (algo estúpida) distinción. De eso van a tratar las líneas que siguen. Además, no vale con quejarse. En un momento en que parece que ¡por fin! podríamos llegar a tener una Ley de Educación auténticamente inclusiva y sobre todo, estable, la voz de quienes pensamos que abandonar las raíces de nuestra cultura es condenarla a la inanidad debería hacerse oír a los cuatro vientos.

Quisiera comentar con vosotros algunos detalles de la historia de las lenguas clásicas en las ciencias experimentales. Comenzando con De Revolutionibus Orbium Coelestium de Nicolás Copérnico, y llegando a esa obra cumbre absoluta de las Ciencias que es Philosophiae Naturalis Principia Mathematica de Isaac Newton, la práctica totalidad de la ciencia producida en los siglos XVII y XVIII lo fue en latín, la lingua franca de la intelectualidad en aquel entonces. No sólo Newton; Hooke, Halley, Huygens, Descartes, Leibnitz, Euler y un larguísimo etcétera publicaron muchas de sus obras (que hoy consideramos seminales) en latín. Un caso interesante es el de Pierre de Fermat, el príncipe de los matemáticos aficionados. Casi toda su obra tuvo lugar en forma de correspondencia con otros aficionados a las matemáticas del continente europeo. Por supuesto, toda ella en latín. Su conocidísimo y celebradísimo “Último Teorema” dice literalmente lo siguiente:
Cubum autem in duos cubos, aut quadratoquadratum in duos quadratoquadratos et generaliter nullam in infinitum ultra quadratum potestatem in duos eiusdem nominis fas est dividere cuius rei demonstrationem mirabilem sane detexi. Hanc marginis exiguitas non caperet.
«No hay posibilidad alguna de expresar una potencia al cubo como suma de dos potencias al cubo, o una potencia a la cuarta como suma de dos potencias a la cuarta, y en general, cualquier potencia más allá del cuadrado hasta el infinito como suma de dos potencias del mismo exponente. He encontrado una demostración de esto bastante admirable, pero esta no cabría dado lo estrecho del margen.»
Hoy la habría redactado más o menos así: “No puede haber soluciones para la ecuación an+bn = cn para todo n > 2 y a, b, c y n enteros”
Escribió esta proposición en el margen de un libro, la “Aritmética” de Diofanto, y la remata anunciando que tiene una maravillosa demostración pero que no le cabe en el margen. Lo curioso del caso es que hubo que esperar hasta 1995 (Fermat vivió en el siglo XVII) para que Andrew Wiles la demostrara. Anteriormente los más grandes matemáticos se habían estrellado uno tras otro intentándolo.
Pero publicarla en latín era lo que se esperaba de cualquier persona medianamente culta. Además, así se tenía la seguridad de ser leído por toda la intelectualidad europea. En Medicina, por ejemplo, la descripción de la gota úrica hecha por el gran médico inglés Sydenham, descripción no mejorada en toda la historia de la Medicina, lo fue en latín. Sydenham fue médico de Oliver Cromwell, por lo que no debemos pensar que su afición al latín pudiera provenir del “papismo”. No sólo el latín; el griego formaba también parte indispensable de la comunicación científica, especialmente en la definición de conceptos. Así, en las Matemáticas del siglo XVIII, con el descubrimiento del Cálculo Infinitesimal, ambas lenguas aparecen en términos como «infinitésimo», «diferencial», «integral», «cicloide», «braquistoscrono», «lemniscata», «catenaria», etc. Ello refleja la sólida formación clásica (hoy diríamos “humanística”) de todas aquellas grandes figuras de la Ciencia. El descubrimiento de un concepto nuevo llevaba aparejado el bautismo del mismo con un término firmemente arraigado en cualquiera de las dos lenguas cultas.
Podemos verlo claramente en la Química, que es a lo que dedicaré mi atención preferente a partir de ahora (con especial énfasis en su variante Bio-). El siglo XVIII fue testigo de un interés creciente en los llamados “productos naturales” es decir, sustancias producidas por los seres vivos. Así, Carl Wilhelm Scheele , farmacéutico sueco, aisló y bautizó compuestos a los que dio nombres según su procedencia: ácidos úrico, cítrico, oxálico, tartárico, láctico, málico, succínico, etc., en los que está claro su origen latino. Asimismo, durante el siglo XVIII fue descubierto el oxígeno (“generador de ácido”), el hidrógeno (“generador de agua”) y el nitrógeno (“generador de salitre”), denominados a partir de las correspondientes raíces griegas. En este último caso, el nitrógeno, es conocido también (sobre todo en países de habla francesa) como “ázoe”, término de estirpe griega que significa “sin vida” debido a su escasa reactividad química; y que podemos ver en compuestos de nitrógeno como, “azoderivados”, “hidracina”, “hidracida”, etc. Hay que señalar también, en el caso del nitrógeno, su relación con los compuestos “amónicos” (el amoníaco, sin ir más lejos), que derivan de la “sal de Amón” (nitrato amónico), que se encontraba en Libia (el país de Amón para los antiguos egipcios).
A lo largo del siglo XIX seguimos constatando la formación en lenguas clásicas de los grandes científicos. Así, Mulder llama “proteína” a lo que piensa que es “lo primero, lo primordial” de los tejidos vivos. Claude Bernard denomina “glucógeno” al compuesto radicado en el hígado cuya degradación genera glucosa; Kühne denomina “enzima” al principio catalizador que no es la levadura, sino que está dentro de la levadura. El aminoácido “Triptófano” recibe su nombre ya que aparece (se hace manifiesto) cuando tratamos las proteínas con tripsina. Van t’Hoff descubre el concepto de “quiralidad” al describir compuestos en los que uno es la imagen especular del otro (como la mano izquierda lo es de la derecha). Las primeras formas bacterianas descritas a partir de los trabajos de Koch y Pasteur, reciben el nombre de “cocos” y “bacilos”, es decir, granos y bastones; y en general, todo nuevo compuesto, todo nuevo concepto, encuentra un nombre derivado de las dos lenguas clásicas, el latín y el griego.
Pero hay una interesante excepción a esta regla en el mismo siglo XIX, que es la ciencia alemana. La Química, en el siglo XIX y hasta bien entrado el XX, fue esencialmente una ciencia germánica. Coincidiendo con las guerras de Bismarck por la unificación alemana y con el auge del nacionalismo alemán, hay un sentimiento en el ámbito germanoparlante de exaltación del “Germanismo” frente al “Romanismo”. Dado que Alemania era la Meca de la Química de entonces, encontramos un deseo claro de germanización del lenguaje químico y por tanto, apartamiento de las lenguas clásicas. Por ejemplo, lo que en el resto del mundo es conocido (mutatis mutandis) como ácido úrico allí se llama “Harnsäure” (lit. ácido de orina); y urea es “Harnstoff” (lit. materia de orina). El ácido sulfúrico es “Schwefelsäure” (lit. ácido de azufre), el nítrico “Salpetersäure” (lit. ácido de salitre), el acético “Essigsäure” (lit. ácido de vinagre), y por supuesto, el ácido málico es “Apfelsäure” (lit. ácido de manzana). Oxígeno es “Sauerstoff” (lit. materia de ácido); Hidrógeno es “Wasserstoff” (lit. materia de agua) y así sucesivamente. Es curioso que este afán germanizador culminó en la época nacionalsocialista y alcanzó nada menos que a la Gramática (Sprachlehre) donde, como botón de muestra, podemos citar que el nombre de los casos nominativo, genitivo, dativo y acusativo parecía demasiado “romanista” y fueron sustituidos, respectivamente, por “werfall”, “wesfall”, “wemfall” y “wenfall”.
Con esto llegamos al siglo XX y las cosas comienzan a cambiar; no es casualidad la emergencia de los Estados Unidos. A modo de ejemplo, en los primeros años del siglo se había descubierto el azúcar denominado “ribosa”. A diferencia de otros azúcares, cuyos nombres tenían claras raíces clásicas, como glucosa, fructosa, manosa, galactosa; e incluso sánscritas como sacarosa, la ribosa procede del acróstico “RIB” de Rockefeller Institute of Biochemistry. Y a partir de ahí, imaginad: tanto la ribosa como su derivado desoxirribosa dan lugar a iconos contemporáneos como Ácido Ribonucleico (ARN) y Ácido Desoxirribonucleico (ADN). Podemos mencionar de pasada que previamente se había partido de la noción (absolutamente errónea) de que el ADN era de procedencia animal y el ARN vegetal; por lo que en publicaciones antiguas, en torno a principios del siglo XX, podemos encontrar los términos “zoonucleico” y “fitonucleico”, respectivamente.
Todavía hacia mediados del siglo XX los franceses mantenían viva la llama de las lenguas clásicas, aunque yo creo que más bien se trataba de eludir la dictadura anglosajona en ciencias. Así, encontramos que François Jacob y Jacques Monod crean el término “alosterismo” para los fenómenos que regulan la actividad enzimática actuando fuera del centro activo (alosterismo sería “distinto relieve, distinta forma”). Igualmente se ha incorporado el término “apoptosis” para la muerte celular “normal”, término que describe en griego la caída otoñal de la hoja. Pero la tendencia contraria es imparable. El abandono del estudio de las lenguas clásicas y el auge del inglés como la actual lingua franca introduce en el lenguaje científico, muy frecuentemente, jerga de laboratorio, alejada de ese afán definidor que tienen los términos formados a partir de lenguas clásicas. Así, nos encontramos con CRISP-R, Hsp, Ras, Myc, Fos, Jun, JAK, MAPK, MEKK, CREB, PKA, EGF, PDGF, PDGFR, y sabe Dios cuántas más. También se impone el sentido figurado nacido de la charla cotidiana en el laboratorio. Así, a determinadas proteínas cuya función es facilitar el plegamiento correcto de otras proteínas recién formadas, evitando que interaccionen con quien no deben, reciben el nombre de “chaperones”. “Chaperon” es palabra francesa que significa caperuza, y como tal pasó al inglés. Pero en ambas lenguas tiene la acepción de ser la persona de edad que acompaña a jovencitas para evitar interacciones no deseadas, es decir, lo que en español llamamos “carabina” (o llamábamos, porque éste es un concepto de nulo uso en la actualidad).
En resumidas cuentas, la generalización del inglés como lingua franca de las ciencias experimentales, unido al abandono del estudio de las lenguas clásicas nos está llevando a un desierto en el que los términos no tienen la fuerza semántica que vemos en los derivados del latín y del griego. En éstos uno podía atisbar de alguna manera la esencia del concepto. Con los acrónimos y la jerga de laboratorio tenemos que ser especialistas en cada campo concreto para entender el significado, y aun así, éste se nos oculta. Volver a los clásicos, pues, sería una buena manera para facilitar la comprensión de conceptos científicos a los que no podemos llegar mediante un mero acrónimo. Razón de más para no abandonar la enseñanza y el estudio de las lenguas clásicas.
En la enseñanza secundaria que yo recibí (hace mucho, mucho tiempo) tuve tres cursos de latín, teniendo yo 12, 13 y 14 años. Nunca, nunca me he arrepentido de ello. Es más, hubiera querido tener mucho más, y griego a mayores, a pesar de que mi interés eran las Ciencias. Nunca me ha pesado. Nunca lo he considerado un saber inútil. Porque la cultura clásica es la esencia de nuestra civilización. Prescindir de ello es prescindir de nuestra propia alma. Sé que es difícil llevar esto al ánimo de quienes legislan o gobiernan, y la razón de esta cerrazón es clara: porque no tienen un mínimo de formación en la cultura clásica, lo que determina un círculo vicioso del que es muy difícil salir. Llegamos así a espectáculos como la supresión de la Filosofía, o el caso de una Universidad española en la que en el grado de Periodismo la Literatura Española fue definida en principio como asignatura optativa; al llegar la revisión del Plan de Estudios, se suprimió sin más. Y así nos pinta.
Afortunadamente, tenemos a Notae tironianae y a su entusiasta personal dedicado a revertir esta maligna tendencia. Esperemos que no quede en buenas intenciones. Lo que necesitan las lenguas clásicas es, sin duda, militancia. Y sobre todo, gente joven dispuesta a la travesía del desierto. Y eso, creo yo, sobra en esta hermosa página.
Mucha suerte a todos.
Enrique Battaner Arias
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