Entrada número 1.648 y última

Ha llegado la hora de despedirse. No solo porque me jubilo y no es posible sostener un blog que nació como un Proyecto de Innovación docente sin ejercer la docencia, sino porque simplemente al blog le ha llegado su hora. 

Notae Tironianae se definió, como aparece en la página correspondiente, como “un blog colectivo de alumnos y profesores del Departamento de Filología Clásica e Indoeuropeo de la Universidad de Salamanca”. En la misma página exponía su propósito: “mostrar que la Filología clásica no es un mundo aparte sino que precisamente el conocimiento de las lenguas clásicas y de su cultura promueve una comprensión más profunda de la realidad actual.”

En efecto, esta era la formulación escueta de sus rasgos fundamentales: por un lado, el intento de implicar a alumnos y profesores en una empresa común;  por otra parte, incitar a la reflexión e infundir en los alumnos y en el público en general una inquietud por el papel de los estudios clásicos en el mundo moderno que fuera más allá de lo que nuestro añorado Gregorio Hinojo llamaba la “chundarata”. 

Es hora de hacer balance. A mi modo de ver ninguno de los dos objetivos se ha logrado, en parte sin duda por mi propia incapacidad, pero también por factores que escapan a mi voluntad y que después de varios años de experiencia puedo comprender mejor. 

En cuanto a la implicación, creo que he hecho grandes esfuerzos, pero he caminado contra corriente: no están de moda las actividades que no tienen un rendimiento inmediato; y esto es así para la mayor parte de los profesores y de los alumnos -salvo, afortunadamente, algunas excepciones- y no creo que merezca más comentarios; simplemente solo queda lamentar esta sumisión generalizada al sistema establecido, que ha calado incluso entre los más jóvenes. 

Respecto a la pretensión de buscar un lugar para los estudios clásicos en este mundo de hoy, que cambia tan velozmente, precisamente el primer propósito -crear un espacio abierto a todos y, por tanto, “neutral”, siempre con el requisito de cumplir con un nivel mínimo de calidad- ha supuesto un lastre inicial. Nunca se ha rechazado ninguna entrada por otro motivo que el de calidad; de hecho, creo que solo con una mano (y me sobran dedos) se pueden contar las ocasiones en las que se ha rechazado una aportación de plano, a pesar de que muchas veces los revisores o yo misma no coincidíamos con el enfoque elegido o con el contenido de los envíos recibidos. La conclusión es que nuestra posición de evitar el “folklorismo” y la superficialidad es evidentemente minoritaria. Desde mi punto de vista reivindicar un papel para los estudios de clásicas no se puede hacer vistiéndose de romano; no niego que la desesperación ha podido influir en la frecuencia con que se ha recurrido al mundo clásico en su faceta más llamativa y supuestamente atractiva para el alumnado (disfraces, recetas, saludar en latín, etc.), pero no creo que sea ese el camino adecuado, puesto que ese solo nos convierte en “esos raros y pintorescos de clásicas”, que prefieren asumir un papel que a todas luces es inútil antes que presentarse como conocedores y difusores de lenguas, culturas y pensamiento que realmente tienen trascendencia en el mundo moderno. Por otra parte, tampoco me gusta transmitir la idea de que todo lo que nos ha llegado de Grecia y Roma es superior por el mero hecho de ser griego o latino; creo que hay que infundir en los alumnos un sentido crítico que les acerque al conocimiento riguroso de la antigüedad clásica y la idea de que esta es fundamental pero no la única cultura existente; hay más mundo fuera del clásico. En resumen, a lo mejor para fomentar la reflexión sobre lo que representa el mundo clásico y para reivindicar el papel serio de los estudios dedicados a él sería necesario intentarlo desde una plataforma ajena a las instituciones y promovida por un grupo de varias personas. Es cierto que -el que no se consuela es porque no quiere-, Notae Tironianae ha hecho cierta labor en este aspecto, pero a todas luces insuficiente.

Pero no todo va a ser pesimismo. También hay algunos logros que se han conseguido gracias a la colaboración de mucha gente a la que debemos expresar nuestro agradecimiento. Evitaré la sucesión de nombres, porque sería una lista larguísima en la que con toda seguridad olvidaría a alguien. Por otra parte, la consulta de las etiquetas del blog puede dar una idea bastante ajustada del grado de colaboración de cada uno (de manera similar los seguidores cercanos podrían utilizar las etiquetas para fabricar una lista de “desagradecimientos”, las ausencias también son significativas). Teniendo esto en cuenta, sirvan estas palabras para incluir algunos detalles que no se deducen automáticamente de la consulta del blog y sirven para dar al César lo que es del César.

Notae Tironianae nació como un proyecto de Innovación Docente en el curso 2015-16 con un presupuesto para ese curso por parte de la Universidad de Salamanca de 63 euros. Puesto que la normativa impedía volver a solicitar un proyecto similar a otro previo, nunca más contamos con ninguna subvención para el funcionamiento habitual. Gracias a ayudas puntuales de la Delegación de Alumnos de la Facultad de Filología de la USAL, el Departamento de Filología Clásica e Indoeuropeo (USAL), la Sección Local de la Sociedad Española de Estudios Clásicos, la editorial Blackie Books, e incluso donaciones de libros de particulares, hemos podido durante estos años organizar algunas actividades.

Entre estas quiero destacar los concursos de Microrrelatos sobre el Mundo Clásico o Fotoclásica (este para alumnos de institutos), que además fueron posibles gracias a la colaboración desinteresada de los que ejercieron como jurados (de nuestro Departamento y de otros), el Homenaje a Cervantes en colaboración con el Departamento de Literatura Española e Hispanoamericana, proyección de películas y documentales, mesas redondas (con motivo de la publicación de la Odisea en Blackie Books), lecturas de textos clásicos (en colaboración con el Máster de Creación Literaria), todo ello sin medios propios y sobre todo gracias a la amabilidad y buena disposición de las personas que participaron, muchas veces ajenas al mundo clásico, que lo hicieron sin recibir nada a cambio. 

La creación de Notae Tironianae (cuyo nombre fue escogido mediante un concurso entre los alumnos, que ganó Rodrigo Río) fue favorecida y alentada por el prof. José Carlos Fernández Corte. Técnicamente fue Gustavo Merlo el que me inició e ilustró sobre un medio, el blog, del que yo nada sabía. En el equipo inicial estuvieron además Francisco Cortés y Mª. José Cantó, a los que luego sustituyeron Marco Antonio Santamaría y Agustín Ramos; con la jubilación de este entró Eusebia Tarriño (de todos nosotros el curso que viene solo quedarán en activo Marco Antonio y Eusebia, esto tambien es una señal). Entre sus tareas estuvo fundamentalmente la de revisar los originales, aunque en ocasiones puntuales también otros profesores realizaron amablemente este trabajo. A cargo de las redes sociales siempre estuvieron alumnos, Cecilia Ares del Teso, Sabela Cacabelos, Irene Naranjo, Marcos Medrano, Jorge Noreña, Sofía Lorenzo… debería nombrar a algunos que nos ayudaron con problemas informáticos puntuales, Marina Arellano, Javier Sánchez… Entre los alumnos algunos han asisitido y apoyado el nacimiento del blog y han seguido haciéndolo hasta este momento.

Durante estos años hemos publicado al menos una entrada cada día lectivo. Han sido muchos los que nos han enviado sus aportaciones y de algunas de ellas estamos especialmente orgullosos: hay quienes han tenido la generosidad, cada vez más rara, de enviarnos trabajos que hubieran podido ser publicados en revistas especializadas y no en un blog. Muchos más nos han enviado enlaces, actuando como corresponsales implacables de la actualidad. Como decía, un vistazo a las firmas y las etiquetas de las entradas os puede dar la idea de hasta qué punto el blog se ha mantenido gracias a la colaboración constante de algunas personas. Y no ha sido menor la de aquellos que han preferido el anonimato de “un seguidor” o “una seguidora”, un auténtico soporte que ha garantizado que todos los días pudiera haber al menos una entrada. Echaré mucho de menos la cuota diaria de estos envíos en el correo electrónico y en el Whatsapp.

Por último, están los seguidores, 2.008 exactamente si sumamos los que nos siguen por redes sociales; algunos de ellos son muy fieles; muchos nos comentaban la entrada del día y otros, lejanos en la distancia pero cercanos gracias a la red, nos han animado a seguir en la brecha; muchas gracias a todos, sin ellos el blog hubiera carecido de sentido. 

Durante estos años, la edición de Notae me ha ocupado mucho tiempo y sin duda voy a echarlo de menos, para bien y para mal. Aunque el balance general no haya sido el óptimo, sin embargo, no he dejado de aprender, he conocido a mucha gente interesante y lo he pasado bien. 

Es hora de irse.

Susana González Marín

Un libro más sobre la Odisea

María Dolores Castro Jiménez, Ulises y la Odisea en la canción de autor. El héroe homérico y su viaje: poesía y música

Epílogo de Manuel Gil Rovira

Guillermo Escolar Editor

El libro que presentamos hoy en Notae Tironianae no es una monografía más de tradición clásica. La llegada de Ulises y su mundo a la cultura poética y musical contemporánea rompe nuestras expectativas, sobre todo cuando leemos y vemos que la presencia de Ulises y las diversas etapas de su periplo presentes en la canción de autor no es forzada, no requiere justificaciones traídas por los pelos: Ulises, el viaje y sus peripecias, e Ítaca, su meta, están ahí como estaban en la Odisea pero transformadas por muchas lecturas y reescrituras intermedias que los poetas y músicos de la “canción de autor” han releído y reescrito desde la visión actual de Ulises, la “figura mítica que más éxito ha tenido en el imaginario y la historia de Occidente”. Los poetas y escritores de hoy, amantes de la tradición clásica, leen las obras y grandes relatos de esta tradición desde sus propias perspectivas e intereses, que son también los de sus lectores. De esta forma la continuidad se mantiene siempre viva. Además, en este caso la música pone en contacto las lecturas contemporáneas del mito con sus orígenes, pues en el relato de la Odisea eran muy importantes la oralidad y el canto. En la obra misma aparecen los cantores Femio y Demódoco y el propio Ulises, que narra sus aventuras en la corte de los feacios.

En la INTRODUCCIÓN la autora recoge la bibliografía más relevante sobre Ulises y su presencia en la literatura antigua. Asimismo, nos introduce en el género de la canción de autor con un repaso a los trabajos dedicados a su estudio, además de proporcionarnos un corpus de canciones (pp. 18-27), que después analizará y comentará detenidamente.

A continuación, aborda la primera parte principal del libro, ULISES Y LA EXPERIENCIA DEL VIAJE, donde recoge las obras literarias dedicadas al héroe desde la antigüedad, con especial atención a los autores intermediarios entre Homero y los cantautores (pp. 29-119).

 Ulises es un personaje muy versátil, “polítropos”, como dice Homero: un hombre lleno de recursos, con rasgos positivos y negativos. De acuerdo con la ambigüedad y duplicidad de su carácter tenemos dos tradiciones: la de héroe épico mentiroso embaucador, vengativo y pérfido y la del héroe resistente, modelo de la virtud y sabiduría propias del filósofo estoico, como lo ven Cicerón, Séneca y Horacio.

Estas dos facetas aparecen alternativamente en los grandes escritores intermediarios entre la Odisea y los autores modernos, que a veces las ofrecen mezcladas. Dante, Tennyson (1833), Cavafis (1911), Pascoli (1956) y Du Bellay (1558) son los más importantes, los que con Homero han inspirado a los cantautores contemporáneos. A estos les dedica la autora unas setenta páginas sorprendentes por la cantidad y calidad de las canciones.

Abre la exposición Luis Llach y su Viatge a Itaca (1975), que parte del poema de Cavafis con su canto a la esperanza y a la satisfacción de los deseos. Pero Llach le da una dimensión colectiva al individualismo de Cavafis: cambia el “tú” por el “ellos”, el singular (“ple d’aventures…”) por el plural (“plens d’aventures…”), con la intención de poner la canción al servicio de la militancia política.

Analiza canciones y álbumes de varios autores italianos: Enrico Ruggieri, Ulisse (1996); Premiata Forneria Marconi y Vincenzo Incenzo crean Ulisse (2009) un álbum que recoge las peripecias de Ulises en once escenas: la primera la de partida, “Ieri” y la última la del regreso, “Domani”. El álbum tiene una estructura cerrada formada por dos partes, en la que las canciones se corresponden para darle una coherencia al relato de un viaje, que aquí es metáfora de la vida, búsqueda de la identidad y del conocimiento: Ulises deja de ser un héroe y se convierte en un ciudadano de nuestro tiempo: “Uno in più”, “Nadie” más entre sus compañeros. En este álbum se reescribe la Odisea sin sus claves míticas, pero podemos incluir esta reescritura en la tradición clásica culta: sus creadores no son solo músicos más o menos intuitivos, son auténticos poetas.

Lo mismo podemos decir de Franscesco Guccini, que encabeza su canción Odyseus con los nombres de los poetas de los que es deudor: Homero, Dante, Foscolo, Kavafis. JC. Izoo y A. Prandi; la autora añade a Giovanni Pascoli. La formación clásica de este cantautor se percibe en la estructura de la canción, de molde clásico, y su métrica: “la canción está escrita con una mezcla de endecasílabos en ritmos yámbicos y anapésticos agrupados en estrofas (I y II, IV y V), que combina con estrofas sáficas (III y VI) para volver finalmente a los endecasílabos (en este caso una estrofa de ocho) con los que cierra el poema” (p. 81).

Elies Montxolí en su álbum La luz de Itaca (2009) recoge en diez canciones las escalas de Ulises en el mismo orden que vemos en la Odisea. Sus fuentes principales de inspiración son Homero, Cavafis y Lluís Llach. El viaje en su canción va de la oscuridad a la luz, una metáfora muy adecuada para su concepción del viaje como búsqueda de conocimiento.

En el álbum de Vinicio Caposella, Marinai, profeti e balene (2011) se encuentran siete canciones odiseicas (Vinocolo, Le Pleiadi, Aedo, Calipso, Dimmi Tiresis, Nostos y Le Sirene) inspiradas en Homero, pero también en los intermediarios Cavafis y Pascoli.

Muy interesante es la desmitificación burlesca del héroe que hace Javier Krahe en su canción “Como Ulises”. En forma de monólogo de un narrador-protagonista el cantautor se identifica con Ulises; pero más que viajar, va dando tumbos por la vida. Sólo piensa en volver a casa después de divertirse a tope, de modo que justifica su tardanza con el “veinte años no es nada” del tango “Volver”, un guiño al auditorio para convertirlo en cómplice de su ironía. La canción contiene todos los episodios de la Odisea, ni siquiera deja fuera a los dioses, pero en ella todos los personajes sufren degradación burlesca: Circe deja de ser “la de lindas trenzas” para ser “la de turbio recuerdo”. La prudente y discreta Penélope se casa para sorprender a Ulises porque “se lo dictan sus ovarios”. Krahe comparte con Ulises el ingenio, la agudeza y el humor desenfadado que choca con el origen épico del tema.

La Penélope de Joan Manuel Serrat se cruza irónicamente con “La niña de la estación” de Conchita Piquer. Adelina se convierte en una Penélope que teje sueños mientras espera en la estación el regreso de un viajante de comercio que le había jurado amor eterno. Al final se casa con el jefe de estación y se queda viuda poco después de la boda. El final de la Penélope de Serrat es más trágico, porque él vuelve tan tarde y envejecido que ella no lo identifica con la imagen alimentada durante la espera.

Otras voces y visiones de Ulises encontramos en canciones como “Itaca” de Lucio Dalla (“Itaca”), en la que los marineros presentan reivindicaciones a su señor Ulises, una lectura desde la actualidad de los problemas laborales que choca frontalmente con el carácter literario del original. A este terreno nos devuelve la canción “Le Pleiadi” de Capossela. Se trata de un diálogo sentimental a distancia entre Penélope en Ítaca, y Ulises en el mar: los dos contemplan el mismo cielo y las mismas estrellas y a su abrigo intercambian cartas imaginarias como si de una Heroida doble ovidiana se tratara.

La variedad de versiones nuevas de Ulises y su interés confirman la razón por la que los clásicos perduran: no dejan de transmitir mensajes útiles para nuestras vidas.

La segunda parte importante del libro es LA ODISEA Y LAS ESCALAS (123-201), en la que se tratan los personajes con los que se va encontrando Ulises en las escalas de su viaje y las canciones de autor dedicadas a ellos: Polifemo, Circe, el Hades, Tiresias, las Sirenas, Calipso, Nausíacaa, el aedo Demódoco en la corte de los feacios y finalmente Penélope.

Circe y Calipso, que en principio son peligrosas para el héroe pero que al final lo ayudan para que prosiga su viaje, están en el espacio intermedio entre los dioses y humanos que colaboran con el regreso de Ulises (Atenea, Alcínoo, Nausícaa y Tiresias) y los que lo obstaculizan (Posidón, el Cíclope y Las Sirenas).

Las dos son divinidades menores con poderes sobrenaturales; Homero nos las presenta cantando mientras tejen: Calipso tiene menos presencia en la literatura posterior y en general sus rasgos coinciden con los que le presta Homero. La ambigua Circe homérica pierde sus rasgos positivos en la tradición y se convierte en el prototipo literario de la maga, peligrosa y lujuriosa.

Elies se interesa por estas dos diosas en sendas canciones, Circe y Calipso, compuestas por Ángel García Galiano. Las dos están muy apegadas a los episodios homéricos y mantienen el hilo narrativo de la Odisea y el orden de las escalas.

La canción de Susanne Vega, Calipso (1978), está escrita desde el punto de vista de la ninfa. La cantautora le da voz a Calipso y sitúa la acción en el momento en el que ella decide dejar marchar al héroe, momento elegido para subrayar la soledad la diosa, la resignación y melancolía que recorre la canción en el estribillo “I let him go”.

Cristina Branco tiene dos canciones sobre ellas: Circe y Sete pedaços de vento, dedicada a Calipso. Ulises contaba en la corte de los feacios su encuentro con estas dos mujeres. Branco cambia de punto de vista y las convierte en narradoras de sus propios lances. La voz de Calipso nos presenta a una mujer alegre y espontánea, a la que podemos imaginar como mujer enamorada cuando expone su proyecto de vida. De Circe no se dice en la Odisea que se haya enamorado del héroe, pero la tradición aparece como heroína enamorada y en Cristina Branco escuchamos a una mujer muy sensual, que describe las caricias de las manos del hombre.

Las Sirenas aparecen en Homero cuando Circe advierte a Ulises contra el peligro que entrañan y después cuando el propio Ulises cuenta su experiencia con ellas.

El canto de las sirenas deleita y hechiza pero nadie dice qué cantaban. Prometen sabiduría y conocimiento, pero quien las escucha muere. Vinicio Capossela en su canción Le Sirene trata de explicar su misterio. Las sirenas somos nosotros mismos, que nos dejamos asaltar por fantasmas con voces de sirenas, como cuando somos víctimas de la embriaguez en noches de fiesta. En Il canto delle Sirene Francesco de Gregori nos aconseja no prestar atención a las sirenas, a las distracciones y relatos edulcorados que nos ocultan la verdad.

Interesante es el análisis que la autora hace de la canción Alfonsina y el mar (letra de Félix Luna y música de Ariel Ramírez, 1969), que Cristina Branco incorpora a su álbum Ulisses. Dentro de él la canción gana un nuevo significado: el suicidio de Alfonsina atraída por el mar como si fuera el canto de las sirenas. En la canción se encuentran ecos del episodio homérico; pero, frente al caso de las sirenas felizmente sorteadas en la Odisea, aquí Alfonsina no vuelve, no hay reencuentro.

Nausícaa y Penélope

La evolución de Ulises en su relación con las mujeres recorre cuatro fases: Circe –amor pasión- Calipso –amor-, Nausícaa -amor platónico imposible- y Penélope -amor conyugal-. Elies recoge esta evolución en su álbum “La luz de Itaca”, en el que le dedica una canción a cada una de ellas, representantes de los tipos de amor señalados. La autora analiza la compleja intertextualidad de estas canciones con alusiones a Angelus Silesius, Dante, Salvador Espriu y versos del soneto V de Garcilaso empapados de ideas platónicas. Nausícaa se presenta aquí como la Isabel Freire de Garcilaso y la Beatriz de Dante.

Polifemo

En este episodio encontramos la más famosa demostración de la astucia de Ulises, su genial engaño lingüístico. Esta escala es la que más huella ha dejado en la posteridad a causa de su humor.

Dos cantautores, Elies (Polifemo) y Capossela (Vinocolo, vino+monóculo), se han inspirado en el texto homérico; las dos canciones están muy apegadas a él, pero con cambio de narrador y en consecuencia cambio de tono y de intención. Elies sustituye a Ulises como narrador por uno de sus compañeros supervivientes, que se dirige a Ulises. Vinicio Capossela adopta el punto de vista del cíclope caníbal.

La autora dedica también dos capítulos a La visita al Hades y al Aedo. En ellos siguen siendo Elies y Capossela los cantautores que le han dedicado canciones a Tiresias y a los aedos que aparecen en La Odisea.

En las CONCLUSIONES Dolores Castro subraya, sobre todo, la rica alusividad y la compleja intertextualidad presente en las canciones de autor, que en este aspecto no difieren de la poesía escrita en la corriente literaria de la tradición clásica.  A su audiencia no se le exige menos cultura  que la que se exige a los lectores de ese tipo de poesía.

El libro cierra con un interesante EPILOGO de Manuel Gil Rovira sobre el género “canción de autor”, en la historia literaria, en relación con otros géneros y en el lugar y función social que ocupa. Tenemos dudas sobre la posición de este capítulo en el libro, porque quizás al lector desconocedor de este género le habría venido bien leerlo al principio. Valga esta observación para que quien lo desee empiece por el final.

Recomendamos este libro que merece la pena por su novedad y por el rigor y exhaustividad con las que se ha llevado a cabo. Nos habría gustado contar con la música en un CD adjunto, pero puede que esto sea ya ocioso puesto que Internet nos ofrece recursos para escucharla.

Rosario Cortés Tovar

Europa y el toro en las nuevas monedas conmemorativas de la circulación del euro

Elena Villarroel nos envía el enlace a la nota de ABC que presenta la nueva moneda de 10 euros qu servirá para conmemorar el 20º aniversario de la puesta en circulación del euro en Europa. En el reverso hay una representación de la princesa Europa. Este dibujo es el mismo que también aparece en los billetes de euro como imagen holográfica. Por su parte, junto a ella aparece la imagen de un toro, que evoca la violación de Europa por Zeus, que había tomado la imagen de ese animal (resulta notable que se siga utilizando como imagen conmemorativa una violación).

Susana González Marín

Profesorado de Clásicas desde el año 1938 hasta 1949-50. (Listado provisional)

Esta tabla ha sido enviada para su revisión a los profesores del Departamento de Filología Clásica e Indoeuropeo, tanto a los que actualmente están en activo como a los que ya disfrutan de la jubilación, así como a Adelaida y Mª Ángeles Martín Sánchez. Afortunadamente también en esta ocasión hemos podido disponer de apoyo documental, los Anuarios indicadores de Cursos de la Universidad de Salamanca, que están disponibles desde el curso 44-45 hasta el 49-50. Es cierto que en ellos se observan algunas erratas e incongruencias que difícilmente podemos subsanar, pero han sido una ayuda inestimable para la reconstrucción de estos años. En cambio, aún nos faltan muchos datos de los cursos anteriores y, de hecho, estamos pendientes de algunas precisiones que completaremos en cuanto podamos.

Recuerdo de nuevo que en la búsqueda del material ha sido de especial ayuda Luis Noriega Villafañe (Secretaría del Decanato), María José Gutiérrez Gutiérrez (Secretaría de la Facultad) y Concepción Álamo Garzón (Archivo de la Universidad de Salamanca).

Como siempre, sin duda hay errores; agradeceremos enormemente las posibles correcciones. Con este listado queda cubierta una parte de la historia de los estudios clásicos en la Universidad de Salamanca.

Susana González Marín

Virgilio, los horóscopos y el movimiento de precesión

Los antiguos conocían el cielo mucho mejor de lo que imaginamos. Vivían bajo su luz diurna o nocturna y la electricidad no les enmascaraba la noche, la veían tal cual es. Y, frente a la evidencia de lo que se observa a primera vista, el hecho de que el sol o las estrellas se muevan aparentemente sobre nuestras cabezas no impidió a algunos imaginar que éramos nosotros, la Tierra, los que dábamos vueltas mientras el cielo permanecía fijo. Cicerón en sus Academica (II, 123) lo cuenta de Hicetas de Siracusa, pero también lo sabemos de Filolao, de Ecfanto, de Heráclides Póntico y, según algunos, lo podemos sospechar de Platón. Hoy en día todos aprendemos de niños, aunque a simple vista no resulte tan evidente, que la causa de ese aparente paseo que los astros se dan diariamente sobre nuestras cabezas es la Tierra, que da vueltas sobre sí misma. Lo llamamos movimiento de rotación y da lugar a la variación del día y la noche.

Cuando observaban el cielo, los antiguos agruparon en su imaginación algunas estrellas y vieron en ellas formas distintas, de dioses, de animales, de objetos. A esas agrupaciones las llamaron tardíamente constelaciones, es decir, al pie de la etimología, conjuntos de estrellas (el nombre constellatio aparece en latín por primera vez en los Scriptores Historiae Augustae y lo hallamos recogido en el Elementarium de Papías en el siglo XI). De esas constelaciones les interesaron en especial las que concibieron como grupos al fondo del cielo nocturno en el lugar por el que sale cada día el sol, porque variaban a lo largo del año y se repetían sistemáticamente siguiendo las estaciones. A lo largo de ese recorrido que hace el Sol visto desde la Tierra (los astrónomos llaman “eclíptica” a esa línea imaginaria, porque es la franja donde se producen los eclipses) imaginaron doce figuras distintas y vieron en ellas formas de animales. Los astrólogos les dieron significados para la vida de los humanos e imaginaron consecuencias para el destino de la gente derivadas del hecho de haber nacido cuando el Sol “pasa” delante de cada una de esas constelaciones. Esa división en doce partes de la banda del cielo que tiene por centro a la eclíptica la crearon los astrónomos babilonios y los griegos la denominaron Zodiaco (ζῳδιακός, de ζῶον ‘animal’). Hoy también aprendemos de niños que ese recorrido de la Tierra, representado en las estaciones, se debe a que da vueltas de un año de duración alrededor del Sol y lo llamamos movimiento de traslación. Pero los habitantes de nuestras latitudes, las mismas de griegos, romanos, egipcios o mesopotámicos, no solemos prestar la misma atención a que no es solo el movimiento de traslación el que produce la variación de las estaciones, que en el ecuador o en el hemisferio sur no funcionan de la misma forma. Y es que primavera, verano, otoño e invierno deben su existencia a que el eje sobre el que la Tierra gira tiene una inclinación de 23,43° con respecto al plano de la eclíptica por el que se desplaza alrededor del Sol en ese movimiento de traslación, lo que hace que sus rayos tengan incidencias diferentes en cada época del año según el punto en que nos hallemos sobre la Tierra en nuestro largo y repetitivo viaje anual.

Pues bien, los antiguos habitantes del entorno del Mediterráneo consideraban la primavera como el comienzo del año natural, el nacimiento repetido de la vida que cada año traía el Sol, cuando se cruzaba al amanecer sobre la constelación de Aries (el vellocino de oro) en el equinoccio de primavera, según la tradición más común en la documentación clásica. Todos los horóscopos actuales que aparecen en las revistas, en los periódicos y en algunos canales de televisión o de la red nos muestran la cadencia del año a partir del signo de Aries y del equinoccio de primavera en torno al 21 de marzo. Y toda la gente en broma o en serio se atribuye la pertenencia a uno u otro signo en función de su fecha de nacimiento.

Y aquí viene lo extraño. En las Geórgicas (I, 218-19) Virgilio escribe:

candidus auratis aperit cum cornibus annum / Taurus et aduerso cedens Canis occidit astro (“el brillante Toro abre con sus dorados cuernos el año y cae el Perro dando paso al astro opuesto”).

El texto presenta algunos problemas de interpretación, además de algunos de lectura (frente a averso, que aparece en muchas ediciones, he adoptado la lectura adverso, aportada por la ya clásica edición comentada de Richard F. Thomas [Cambridge University Press, 1988]). Las interpretaciones intentan cuadrar la astronomía que refleja el texto: el brillante Toro es la constelación de Tauro, en la que se hallan las Pléyades, las Híades y la luminosa Aldebarán; el Perro que cae o que se pone es la constelación del Canis Maior y el astro adverso sería Tauro (en caso de leer astro averso, este se referiría a Sirio, la estrella principal del Canis Maior, la más brillante del cielo).

Pero de una forma general las versiones comentadas o anotadas tratan de hacer entender por qué aparece Tauro como la constelación que abre el año (annum…aperit…Taurus). Si el año lo abre Aries, ¿cómo es posible que Virgilio se confunda? Para evitar lo que sería un desconocimiento astronómico inaceptable en Virgilio, comentaristas y traductores trasladan a abril la referencia virgiliana y hablan de sacrificios con toros o de que es en abril cuando se siembran las habas, la alfalfa o el mijo que menciona Virgilio al referirse a esta fecha. Incluso se recurre a recordar que Tauro ocupa la parte final de abril y se retorna a la relación de “abril” con aperit que creó la etimología varroniana; pero es evidente que, según la astrología, abril casi completo pertenece a la constelación de Aries y que Tauro solo entra en los últimos diez días del mes.

Se diría que todas esas explicaciones se ofrecen porque lo que dice Virgilio no casa con lo que esperaríamos de su conocimiento del cielo y se necesita algún detalle que explique el porqué del contenido de sus versos. Porque lo cierto es que unos versos antes (I, 208-209) Virgilio hacía mención al equinoccio de otoño (Libra die somnique pares ubi fecerit horas / et medium luci atque umbris iam diuidit orbem, … [“Cuando Libra ha igualado las horas del día y de la noche y divide la mitad del orbe entre la luz y las sombras, …”]) y en este caso los comentarios no se detienen a aclarar que aquí Virgilio atribuye bien a Libra el equinoccio, porque es lo esperado, sino que se dedican a comentar, si acaso, la elección entre la forma extraña del genitivo die o dies (Thomas prefiere die, avalado por gramáticos y manuscritos, frente a dies, que, siguiendo a Gelio y a otros manuscritos, presentan otros editores).

Pero en mi opinión quizá pueda darse otra explicación lógica y aceptable, más acorde con la observación de los cielos, hecha desde otro ámbito aparentemente menos filológico, que, además de plausible, puede hacer de Virgilio un testimonio para la ciencia.

Veamos. Además de los movimientos de rotación y traslación, la Tierra tiene otros movimientos menos conocidos. Uno de ellos es el de precesión: a la par que gira sobre sí misma y viaja alrededor del Sol, la Tierra se mueve como una peonza, cabeceando sobre su eje, de forma que en ese cabeceo su eje describe un cono cuyo vértice es el doble de esos 23° 27’ que antes mencioné y con un sentido de giro contrario a la rotación. Lo hace una vez cada 25.700 años aproximadamente, lo que hará que dentro de 14.000 años más o menos (como pasó hace 12.000), el norte no apunte a la estrella Polar, en la Osa Menor, sino a Vega, en la constelación de la Lira. La importancia de este movimiento en el plazo de una vida humana es despreciable, porque el cambio del cielo en ese tiempo es imperceptible, pero es muy importante cuando se habla de astronomía antigua, porque el cielo cambia notoriamente cuando se habla de miles de años. Cuando se levantó el monumento megalítico de Stonehenge, la Cruz del Sur era visible desde allí en ciertas épocas del año, algo que dejó de suceder hace más de 5000 años.

El primero en hablar de ese movimiento fue Hiparco de Nicea (s. II a. C.), del que conservamos pocos escritos, pero sí mucha memoria gracias al Almagesto de Ptolomeo. Su cálculo de ese movimiento no estuvo muy descaminado: atribuyó al movimiento anual del conjunto del cielo una cantidad de 36” de arco, ahora se sabe que es de aproximadamente 50”. Pero la precesión provoca también que el equinoccio de primavera coincida cada poco más de 2000 años sobre una constelación diferente. Los horóscopos que ahora maneja la astrología de los periódicos y demás recogen la posición del cielo de hace alrededor de 3000-2000 años, que era la que imperaba en la antigüedad clásica. Ahora, cualquier astrofísico nos diría que en la actualidad el equinoccio de primavera no coincide con Aries, como dicen los que se fían de esas cosas en los horóscopos, sino ya al este de Piscis, camino de Acuario. ¡Y los que se fían de los horóscopos siguen sin saberlo! Los que se creen nacidos en Aries o Virgo o Cáncer, son Piscis o Leo o Géminis y ya camino de Acuario, Cáncer y Tauro respectivamente.

Pero hablemos de Tauro, la “confusión” de Virgilio. Tauro era una constelación muy importante para los antiguos. La importancia de los toros para ellos nos la recuerdan el buey Apis de los egipcios, que era la encarnación de Osiris, los toros alados de los palacios asirios, el becerro de oro que adoraron los israelitas, el Minotauro al que venció Teseo o Zeus disfrazado de tal raptando a Europa. Aproximadamente entre el año 4000-2500 a. C. Tauro era la constelación que abría la primavera y así lo siguen reflejando tablillas babilonias halladas en el Eúfrates pertenecientes al año 600 a. C., más de 2000 años después, en las que se la llamaba “Toro-de-frente”. Esa gran tradición mesopotámica de la observación del cielo existía aún en Grecia (sabemos que Hiparco la usó en algunas cuestiones, aunque colocó en Aries el equinoccio en su tiempo) y trabajos recientes han revelado el uso de métodos y datos babilónicos hasta bien entrada nuestra era, incluso después del Almagesto de Ptolomeo del siglo II. Por ejemplo, las reglas babilónicas para la salida y puesta de la Luna reaparecen casi sin cambios en la enciclopedia de Plinio (NH II, 14) y Vettius Valens, un astrólogo del siglo II, que escribió en griego una Anthologia, el tratado astrológico más completo de la época, repite estos datos y cita entre sus fuentes a Teucro de Babilonia.

La hipótesis que sugiero con ello es que con mucha probabilidad podía mantenerse en algunos círculos de la tradición romana, sobre todo a nivel popular, la idea de Tauro como la constelación del Zodiaco que “abre el año”. Necesitaría corroborarse con algún dato que ya se ha perdido o que anda por ahí y yo no he buscado exhaustivamente.

Si la sección del horóscopo de los periódicos de hoy, con lo que sabemos del cielo, lleva más de 3.000 años de retraso, manteniendo la tradición sin actualizarse astronómicamente, no le pidamos a Virgilio que estuviera al día de los datos de la astrofísica ni retorzamos los hechos para que tenga una razón en cambiar Aries por Tauro. Virgilio y la ya anticuada tradición que quizá adopta en este pasaje pueden ser uno de los documentos antiguos que nos habla inconscientemente del movimiento de precesión de los equinoccios.

La Tierra tiene aún algunos movimientos más y un poco más complejos (nutación, bamboleo de Chandler, precesión del perihelio), pero leyendo a Virgilio no he encontrado nada que pueda sugerir un testimonio de ellos.

Agustín Ramos Guerreira

Para interesados y aficionados:

BARTON, T. (1994): Ancient Astrology, London / New York: Routledge

EVANS, J. (1998): The History and Practice of Ancient Astronomy. Oxford: University Press.

KRAGH, H. S. (2007): Conceptions of Cosmos. From Myths to the Accelerating Universe. A History of Cosmology. Oxford: University Press.

HANSON, N. R. (1985): Constelaciones y conjeturas (trad. del original inglés de 1973). Madrid: Alianza Editorial.

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El País dedica un editorial a la decisión del alumno con mejor nota en la EvAU de Madrid

Un nuevo enlace, esta vez a Las humanidades lo petan, un editorial de El País (3/7/22), que se suma a los ya consignados en la entrada sobre Gabriel Plaza, el alumno con mejor nota en la EvAU de Madrid, que ha decidido cursar Filología clásica. Agradecemos el envío a Mº Ángeles Martín Sánchez.

El estudiante que obtuvo la nota más alta en las pruebas de la EvAU de la Comunidad de Madrid, Gabriel Plaza, fue sometido durante al menos dos días a un acoso digital en las redes que lo obligó a cancelar su cuenta en Twitter y a suspender las entrevistas que tenía comprometidas. La ansiedad no la vivió al examinarse sino al recibir los comentarios agresivos de tuiteros cargados de complejos. Solo le ha fallado un cuarto de punto en alemán para que su calificación fuese un rotundo 10 como nota final. La burla airada se desató porque su vocación se orienta inequívocamente hacia el latín, la enseñanza del latín. Los clásicos —desde Horacio hasta Cicerón— se rendirían ante la inteligencia del joven al escoger su felicidad antes que las expectativas de éxito profesional, pero ha sido esa misma inteligencia la que ha acelerado el pulgar tuitero para ridiculizar su determinación. La Filología Clásica, o incluso un posible grado posterior en Filología Hispánica, según declaró, inspiraba una mezcla de risa y piedad en la Red. “No tiene salidas” ha sido la consigna más manoseada pero implícitamente deploraban que ese talento quedase inutilizado socialmente por dedicarse a los saberes humanísticos.

El desprestigio de las Humanidades ha calado en una sociedad digital que ha sentido robustecido con las nuevas tecnologías su menosprecio por ellas como materias prescindibles. Ese desdén no afecta paradójicamente a las Humanidades mismas sino que aleja del conocimiento —histórico, filosófico, estético, filológico— a quienes lo asocian a tostones casposos, incapaces de disfrutar del valor emancipador de saberes que cuestionan y transforman el mundo. Ningún cambio relevante en ninguna esfera de la era moderna y contemporánea —el fin de la esclavitud, la conquista del Estado de derecho, la execración de la tortura, la consagración de los derechos de la infancia y de las mujeres, el respeto a las minorías— ha sucedido sin que alguien haya armado una idea y la haya difundido por todos los medios, incluido internet. Las Humanidades parecen barridas por la revolución tecnológica pero ahí siguen, fomentando la independencia crítica y la virtud del saber heredado y compartido. Los estudiantes de estas materias se habrán sentido hermanados con Gabriel Plaza: se saben de segunda categoría en un mundo hipertecnológico. Lo peor sería que escogieran el camino de muchos en los últimos 15 años: buscar trabajo fuera de España. Frente a la prepotencia y la defensa a ultranza de una rentabilidad del saber instrumental y miope, solo cabe respirar hondo y darle la enhorabuena a Gabriel.

Mary Beard, negacionista del humor

En un pasaje de En Nadar-dos-pájaros, novela, por cierto, para cuya definición suele aflorar la sátira menipea, Flann O’Brien, uno de mis escritores favoritos, parodia tanto la literatura pseudointelectual que simplemente acumula erudición deslavazada como a las personas que se sienten inclinadas a encarnarla. Un fragmento de la traducción de José Manuel Álvarez para Nórdica puede ilustrarlo:

Nombres cotidianos o coloquiales de sustancias químicas, comentó el señor Shanahan, crémor tártaro ― bitarto de potasio, yeso blanco ― sulfato de calcio, agua ― óxido de hidrógeno. Guardias y turnos de vigilancia a bordo de un barco: Primera guardia ―4 p.m. a 6 p.m.―, segundo turno ―6 p.m. a 8 p.m.―, tarde ―mediodía a 4 p.m.―. Paris, hijo de Príamo, rey de Troya, se llevó a la esposa de Menelao, rey de Esparta, y provocó así la guerra de Troya.

El nombre de la esposa, dijo Lamont, era Helena. El camello no puede nadar debido a la curiosa distribución anatómica de su peso, que haría que la cabeza quedase inmersa si se situase al animal en aguas profundas. La capacidad se mide en electricidad por el faradio; un micro-faradio es igual a una millonésima de faradio. Un carbunclo es una excrecencia carnosa que recuerda las barbas de un pavo. La esfragística es el estudio de los sellos grabados.

Excelente, comentó el señor Furriskey, con aquella sonrisa plácida que le congraciaba con todo el mundo que se cruzaba en su camino, pero no pase usted por alto esto, que la velocidad de la luz es in vacuo de 186.325 millas por segundo.

Algo así es el libro de Mary Beard La risa en la Antigua Roma, que está más cerca de un catálogo anticuario que de un ensayo coherente. Ve la luz en castellano este año, pero el original se publicó en 2014; sin embargo, no ha envejecido mal. Por suerte, la nula dimensión teórica juega a su favor e impide que este lapso de ocho años de investigación y actualización haya dejado desfasada una obra como esta, que, salvo por alguna interpretación microfilológica reciente, bien podría haber sido escrita treinta años antes. La traducción es en general correcta, aunque no se escapa de decisiones cuestionables (como clasificar a Zaratustra de «iraní» en lugar de «iranio» p. 48) o algunas erratas («Apaemia» por Apamea en p. 242), especialmente en las transcripciones de palabras griegas («h‘dus» p. 182, «onk‘thmos» p. 288). En ningún libro es preferible reducir el índice analítico (pp. 367-378) tal y como se ha hecho en este respecto al original inglés, pero si además se trata de uno tan variopinto y deslavazado, como es el caso, esto supone una equivocación incomprensible.

Como viene a decir la autora (p. 11-12), este libro son en realidad dos libros; por desgracia, ninguno de ellos es bueno. El germen del que parte son unas conferencias impartidas en Berkeley en 2008 y a ellas se deben los capítulos que forman la segunda parte: “El orador” (pp. 165-206), “De emperador a bufón” (pp. 207-248), “Entre lo humano y lo animal: en especial de monos y asnos” (pp. 249-292) y “El amante de la risa” (pp. 293-330). En contraste con la primera parte, estos capítulos están vertebrados generalmente sobre casos concretos, como Sobre el orador, El asno de oro o el Philogelos entre otros. Tres capítulos, de enfoque más general y redactados con posterioridad, forman el primer bloque del libro: “Algunas preguntas antiguas y modernas sobre la risa” (pp. 45-84), “La historia de la risa” (pp. 85-118) y “La risa romana en latín y griego” (pp. 119-157). A ello se suma una introducción (pp. 15-41) y un epílogo (pp. 331-335), además de algunas ilustraciones a color en las páginas centrales, la bibliografía, el menguado índice analítico y algún otro paratexto. Pese a lo que pudiera esperarse de antemano, la cantidad de anécdotas no es mayor en la segunda parte que en la primera, lo que hace de las páginas donde supuestamente debemos hallar las reflexiones teóricas o metodológicas una abrumadora cadena de ejemplos. En la práctica, un capítulo que se titule “historia de…” y que solo ofrezca muestras singulares, apenas hilvanadas, difícilmente puede cumplir con lo que se espera de una “historia”. En general, como desarrollaré más adelante, el libro exhibe ostentosamente un nulo bagaje teórico.

En cuanto a los casos de estudio de la segunda parte, el mérito es desigual. Las mejores páginas de Beard son aquellas en las que trata de manera más profunda cuestiones pequeñas y mejor acotadas, en las que la clasicista ejercita la agudeza que se le presupone para hacer que lecturas remotas en manuscritos tardíos e iconografía clásica se alineen en favor de su argumentación. Así, por ejemplo, aunque no pueda estar de acuerdo con todas sus conclusiones, la discusión que hace en las pp. 120-128 sobre los términos latinos para reír (y sonreír) es inteligente e sugestiva, como lo son algunas interpretaciones, normalmente aquellas que más se alejan del humor y la risa, y que sí conciernen a cuestiones más filológicas e historiográficas, por ejemplo, la relevancia de la risa como estructuradora de la narración en las Metamorfosis de Ovidio (pp. 219-220). Las secciones menos originales son también de las mejores: salvo por algunas divagaciones, el capítulo octavo es una buena introducción al Philogelos y, en general, la recopilación de pasajes en los que aparece de manera expresa la risa no carece de interés.

Pese a estas virtudes puntuales, la obra en su conjunto no es recomendable. En su forma actual, el libro apenas hace justicia al título y resulta algo parcial. Más importante, algunas de las fuentes que sí aparecen son infrautilizadas. No ya como texto humorístico sino como un modo de conocer los contextos en los que el humor se ejecutaba, Marcial está absolutamente desaprovechado. Prestar atención a Fortunata, la esposa de Trimalción, durante la famosa escena del banquete del Satiricón hubiera enriquecido las páginas sobre la risa de las mujeres al comienzo del capítulo séptimo (pp. 249-255). Muchos otros casos se podrían esgrimir, pero me conformaré con señalar lo contraproducente que es el desarrollo atomizado y deslavazado de lo que sobre el humor dejó escrito Quintiliano.

No obstante, todo lo anterior, tanto lo bueno como lo malo, palidece ante el problema fundamental del libro que no es otro que la alegría con la que Mary Beard abraza el obscurantismo. Reducir, como hace elegantemente S. Attardo en su reseña a la versión original, la actitud de Beard respecto al estudio del humor al mero escepticismo es brindarle la oportunidad de pasar por una posición científicamente aceptable. No es el caso.

Si después del 2020 alguien explícitamente pretendiera «inducirnos a revisar algunas de nuestras «verdades» científicas sobre el tema» (p. 53), con comillas en el original, reconoceríamos rápidamente a qué tipo de discurso nos enfrentamos. Bien, como el covid, las vacunas, la nieve o ―mi favorito― los volcanes, el estudio del humor también tiene sus negacionistas y, como en los casos previos, siempre son más de los esperados y deseados. Así puede verse en la miríada de reseñas acríticas que el libro, desde la publicación original inglesa, ha recibido por parte de periodistas, pero también académicos. Descorazonadoramente sintomático es el comienzo de la ditirámbica reseña que Kristina Milnor firma:

«I should begin this review by confessing that I have never liked scholarship on humor, ancient or otherwise. For me, the pleasure of understanding why I (or anyone) laughed is far outweighed by the pleasure of the laugh itself; I would rather enjoy the living joke than admire its dissected body. Fortunately, Mary Beard is sympathetic to this position…»

La reseña, por supuesto, es completamente inútil habida cuenta de que no solo cree erróneamente que el libro de Beard es una muestra de «scholarship on humor» sino que no parece, como dice, muy familiarizada con el tema, lo cual haría preguntarnos por qué entonces decide hacer una reseña si no supiéramos ya la respuesta.

Poco se puede llegar a saber de scholarship on humor a través de La risa en la Antigua Roma. La representación que hace de las principales familias teóricas sobre el humor, a saber, las de la superioridad, la incongruencia y el alivio (pp. 66-75), bien por desdén, bien por desconocimiento ―o por un cóctel de ambos―, no pasa de la caricatura y dudo que alguien, incluidas Beard o Milnor, pueda hacerse una idea cabal a partir de lo escrito. En la misma tendencia a la deformación, el peso que Bajtín ejerce hoy sobre el estudio del humor aparece magnificado («Bakhtin representa la sombra más reciente que pende con mayor fuerza sobre los análisis modernos de la risa y su historia» p. 103) y parece como si Mary Beard, batallando contra un fantasma, quisiera ganar una guerra que ya se decidió en los años ochenta.

De un modo más amplio, los estudios sobre el humor se le antojan, de manera totalmente contraempírica, un proyecto estéril o imposible, como no deja de consignar: no se muestra muy convencida de «la idea de que es posible (…) escribir una historia diacrónica de la risa como fenómeno social» (p. 112) o sentencia que «(e)l estudio de la risa romana es en ciertos sentidos un proyecto imposible» (p. 119). Más allá, mantiene la insoportable costumbre de clasificar los estudios vigentes y bien asentados en el campo como “simplificaciones” (entre otras, pp. 13 y 119), cuando todo su método consiste en la acumulación acrítica de datos; pareciera que de página en página Beard susurrase fake news como lo hacía Trump en las ruedas de prensa. Incluso, asoma a veces un tono de parodia burlona que no elude cierto deje de exotismo («En la biblioteca de mi universidad hay unos 150 libros en los que la palabra Risa forma parte del título publicados en inglés en la primera década del siglo XXI.» p. 66).

La incredulidad magufa ante la investigación científica sobre humor («esa intrigante tierra de nadie intelectual» p. 53), investigación que se lleva a cabo desde muy diversas áreas, aunque Mary Beard parece tener particular ojeriza contra la neurociencia (pp. 12, 54), no es tan llamativa cuando el propio concepto de humor es puesto en duda. El escrúpulo de Beard a la hora de usar no ya los estudios punteros sobre humor, sino la misma noción de humor («intrigante y cautivador» p. 75, «un término al que no nos podemos resistir, aun siendo peligroso aplicarlo al mundo antiguo» p. 175) es ―apropiadamente― ridículo y condenado desde el principio al fracaso. El negacionismo apriorístico del humor la conduce a una situación imposible de la que cree poder escapar recurriendo como señuelo a la “risa”. La risa, aunque dé algo de pudor recordarlo, es una expresión física sonora y visual. Igualar “risa” y “humor” es una confusión que nadie intuitivamente aceptaría, al menos si no se ha dejado llevar por la lectura de este libro, y que requiere un contexto específicamente académico, en el que partimos de la pretensión de autoridad por parte del emisor, para no ser descartada de entrada como el despropósito que es. Reformulando algo dicho con anterioridad, La risa en la Antigua Roma son dos libros, uno sobre la risa y otro sobre el humor, y ninguno es bueno. Además, tomar la risa como principio heurístico es peligroso, pues, como de nuevo cualquiera puede saber, hay varias situaciones frecuentes en la que la risa (como la que se suele llamar nerviosa) no tiene relación con el humor. Quede claro: un libro sobre la risa en Roma ―este no es tal― sería posible e interesante, pero su campo se encontraría cerca de los estudios sobre la gestualidad ―que para la Roma antigua existen y muy buenos―.

Cierto es que existe cierta ambigüedad terminológica en las fuentes grecolatinas clásicas respecto al humor y la risa, y no lo es menos que pueden apreciarse diferencias culturales respecto a la actualidad, pero de ello no se ha de seguir que los romanos careciesen de una noción pareja a la nuestra de humor. El tratamiento del De oratore que hace Beard es particularmente sensible a esto, ya que introduce confusiones que son fruto de su coercitiva interpretación y que no se encuentran en el texto latino ni, para ser justos, en la mayor parte de las traducciones. Puede que Cicerón no tuviera un término tan claro como el actual “humor” (probablemente ridiculum o lepor sean los más cercanos en ese diálogo), pero no se le puede hacer responsable de la pobreza conceptual de Beard: una lectura rápida puede mostrar que distingue perfectamente entre la risa como expresión sensible de aquello que puede risum mouere (Cic. De or. 2,218). Por culpa de esta proyección, el capítulo quinto, que está prácticamente dedicado por entero al fascinante texto del De oratore, es uno de los más inservibles y frustrantes.

Una analogía. Si aplicásemos los razonamientos de Beard al campo de la economía, toda investigación sobre las relaciones en las sociedades antiguas debiera de ser descartada como una excentricidad ya que no responden a la descripción capitalista posterior a Smith. Como no existe en Roma una economía industrial, lo mejor que podemos hacer es ceñir el estudio de la “economía”, ese término intrigante y cautivador, pero peligroso de aplicar al mundo antiguo, al de las monedas. Miremos las monedas, pesemos las monedas, aunque no nos dejamos llevar y acabemos haciendo un análisis químico de la aleación. Este libro no propone algo distinto respecto al estudio del humor. No creo que nadie, y en ello incluyo a la autora, esté dispuesto a admitir una situación pareja para cualquier otra disciplina o materia. Resultaría evidente que se trata de un enfoque obscurantista y acientífico, pero el campo del humor, como el de las escrituras o lenguas sin descifrar, todavía sigue siendo la pista de aterrizaje de todos los diletantes ociosos.

El único descargo teórico que la autora se permite es la obra de Simon Critchley On humour, de la que hay traducción castellana. Hay unos cuantos puntos en los cuales puedo diferir ―intensamente― de la obra de Critchley, en parte, quizá, porque partimos de enfoques radicalmente distintos y él aborda el humor desde una perspectiva filosófica perfectamente legítima. Ahora bien, incrustar las reflexiones de corte a veces fenomenológico, a veces abiertamente metafísico, de Critchley en un capítulo sobre el Philogelos da al discurso un tono alucinado; a modo de ejemplo: «eso conlleva que caigamos en las convenciones cambiantes e inestables de los números y la contabilidad» (p. 316) o «Es otro ejemplo llamativo en el que los temas repetidos y subyacentes de los chistes nos proporcionan un atisbo inesperado de algunos debates, incertidumbres y disputas que estaban arraigados en el mundo romano: en este caso, cómo funciona la aritmética y cómo diantre se puede entender lo que es un número.» (p. 317). Para saciar la curiosidad, la primera cita concierne a un chiste en el que uno pide que le compren dos esclavos de quince años y es respondido que, si no hay, le traerá uno de treinta, mientras la segunda comenta la pregunta de si una escalera tiene tantos travesaños de arriba hacia abajo como de abajo hacia arriba. Ignoro sinceramente si algún momento de la cultura romana de la Antigüedad Tardía padeció tal angustia de la aritmética, pero me cuesta creer que, en tal caso, esos chistes sean su síntoma.

Al margen de algunas afinidades de fondo con el libro de Critchley ―también sobredimensiona el peso de Bajtín, también el foco en la risa desorienta la discusión sobre el humor, también menciona obligado las tres teorías principales del humor sin tomarlas muy en serio (aunque parezca decantarse por una, si bien no queda claro que Critchley sea consciente de ello) ―, la necesidad de Beard de recurrir a On humour es el reconocimiento a la par de la necesidad de un fundamento teórico como de la negación prejuiciosa a valerse de los estudios sobre humor propios de la ciencia que practica: mal puede casar las reflexiones filosóficas, vagamente existencialistas y fuertemente somatistas, de Critchley con la pretensión de historia de la sociedad y la cultura bajo la que Mary Beard dice escribir este libro (p. 12).

Tengo la impresión de que el libro de Beard es y será particularmente apreciado por aquellos que piensan de entrada que la literatura latina es el diario de campaña de César, un misal y algún otro texto lacrimoso o bélico; ello explicaría, me temo, la excelente acogida por parte de los periodistas. De hecho, parte de la estructura del libro descansa en que la vigésima vez que un romano aparezca riéndose todavía genere sorpresa y admiración en el lector. Como estudio no solo es completamente inútil sino contraproducente. Como antología parcial, en cambio, puede tener cierto interés. Puede servir al becario de la redacción para elaborar en verano un relleno de «Diez cosas que no sabías de la risa en la antigua Roma» ―de hecho, Verne ya hizo hace algunos años algo por el estilo―, o puede inspirar el enésimo reciclaje de Irene Vallejo, una vez agote el postrero redescubrimiento de que textus es ‘tejido’ y Enheduanna antecedió a Homero, o quién sabe si no será Santiago Posteguillo, el que vislumbrará entre las anécdotas inconexas y las reflexiones superficiales una nueva serie documental que colocar a Movistar y, por qué no, a Planeta. O viceversa.

El que Mary Beard haya producido un libro tan malo, mucho peor que el exasperantemente tibio Mujeres y poder o ese cambalache de La civilización en la mirada, es una lástima de la que nos podemos recuperar y olvidar, y que desde luego no empaña su figura más que el haber aceptado el Princesa de Asturias. La recepción generalizadamente elogiosa, acrítica y desinformada de este libro, como ocurrió también con El infinito en un junco, es, en cambio, la auténtica tragedia y un flaco favor a la autora. Mary Beard no solo es una académica brillante y una mujer cuyo compromiso y coraje ha demostrado continuamente, sino que es una de las pocas defensoras de los estudios clásicos que no da vergüenza o miedo escuchar y cuyo alegato jamás ha caído en esa atroz cadena de sentimentalismo, nostalgia y fascismo. Precisamente en estos momentos, no nos podemos permitir prescindir de ella como si se tratara de otro sacacuartos disfrazado con una túnica.

Diego Corral Varela

Postales de verano de la Fundación Pastor

La Fundación Pastor de Estudios Clásicos, siguiendo la costumbre de los últimos años, ha organizado 5 cursos breves de 6 horas cada uno (divididos en tres sesiones):

4 y 5 de julio: Un Jano bifronte: pasado y presente del derecho romano (Alicia Balmaña Ochaíta, UCLM)

5 y 6 de julio: La Ilíada: poesía, prehistoria y transmisión (Emilio Crespo Güemes, UAM)

7-8 de julio: El individuo ante la naturaleza, el cosmos y la polis (Francesc Casadesús Bordoy, UIB)

11 y 12 de julio: Las troyanas y otras víctimas de la guerra (María del Val Gago Saldaña, UAH)

12-13 de julio: Después de Marco Antonio y Cleopatra (Antonio Alvar Ezquerra, UAH)

El precio de la inscripción en un curso es de 60 euros; la inscripción en dos o más cuesta 50 euros por curso. 

La visión de dos alumnos sobre el grado de Filología Clásica (un podcast)

Virginia Templado Pérez-Cuadrado, alumna de 2º de Filología clásica en la Universidad de Salamanca, nos envía el enlace a un episodio del podcast que ella publica, El legado de Antígona, en el que ella y un compañero suyo, Enrique Ferrer Piña, charlan con la intención de responder las preguntas básicas que suele hacerse la gente acerca de la carrera desde su experiencia y orientar un poco a posibles alumnos. El enlace en Spotify es este.

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