Imaginemos que, probablemente para celebrar la entrega a Nuria Espert del Premio Princesa de Asturias de las Artes, se me ofreciera el lujo de publicar una colaboración en Notae tironianae con el pie dado (que no forzado) de glosar la actividad de tan gran actriz en el teatro clásico. Pues, lamentablemente habría de decir que no he visto a Nuria Espert en ningún montaje de teatro clásico, latino o griego (pese a que ha protagonizado en seis ocasiones la Medea de Eurípides –o de alguno de sus refundidores– y, al menos, en un caso la Fedra reescrita por Salvador Espriu). Hecha esa confesión, estaría perdiéndome la oportunidad de asomarme activamente (gozador pasivo lo soy desde el primer momento) a plataforma que ya ha alcanzado tanto prestigio en la difusión de lo clásico.
Una opción alternativa, dado mi interés por conseguir que figure en mi curriculum haber publicado en Notae tironianae, es hacerme el despistado, simulando no haberme enterado bien del posible encargo, y alegando que entendí la invitación como referida a la actividad de Nuria en el teatro clásico, genéricamente considerado. Un guiño a lo pedido vendría facilitado por la presencia de Nuria en el Julio César de Shakespeare aunque, si pienso en sus múltiples intervenciones en obras del clásico inglés, lo más destacable sería su reciente y muy premiada interpretación del monólogo La violación de Lucrecia (el guiño al contenido clásico de Notae tironianae se mantiene: autor ‘moderno’ pero tema de la clasicidad antigua).
Abusando de esa estratagema del despiste, tal vez pudiera colar en la ilustre plataforma, la glosa de la larga sintonía de la Espert con clásicos contemporáneos: Casona, Lorca, Strindberg. De hecho, pastoreando alumnos vi en La Abadía madrileña su duelo interpretativo con José Luis Gómez y Lluis Homar en Play Strindberg (2007), y con remesa posterior de estudiantes gocé en El Matadero de Madrid del mejor montaje que he visto de obra lorquiana: aquella Bernarda Alba dirigida por Lluis Pasqual (2009) en que Nuria y la Sardá daban vida respectivamente a la viuda tirana y a la sabia y resentida Poncia. Montaje que prefiero al espectacular y deslumbrante de la Yerma vista por mí en el Liceo salmantino, avanzados los 70, con protagonismo igualmente de Nuria y dirección del argentino Víctor García.
Claro que, abriendo foco a Nuria y los clásicos españoles, ¿tendría algún interés para los lectores de esa plataforma saber o recordar –según los casos– que un sábado de abril de 1979, la Espert recitó –redoble de tambores– con el mismísimo Rafael Alberti una magnífica selección de poemas debidos a los más ilustres poetas en lengua castellana? Formé parte de lo que el cronista de El País, tras reseñar que el acto duró casi dos horas, definió como “numeroso público, en su mayoría joven y universitario que abarrotó el local”. (Si colara esta información en Notae tironianae, algún joven lector se enteraría de que en aquellos años el Juan del Enzina programaba calidades y compromisos de ese nivel y hasta pudiera descubrir que en tiempos remotos tal Aula de teatro desempeñaba con orgullo indisimulado una función señera en la vida teatral e intelectual de Salamanca. Como se trataría de un escrito para plataforma clásica, hasta cabría ponerse nostálgicos en latín: ‘O tempora, o mores’. O, parodiando al Eneas que, en el libro II de la Eneida, se dispone a narrar su melancólica visión de la guerra de Troya: Quis talia fando… temperet a lacrimis?).
Se agolpan recuerdos de esta naturaleza cuando pienso en las contribuciones de Nuria Espert al teatro del mejor nivel, pero no debo hacerme ilusiones. Los datos puede que revistan algún interés pero no acabo de ver que tengan cabida en escrito que, al formar parte de Notae tironianae, debería referirse a teatro clásico, griego o latino. Es más, invitado a hablar de la Espert, estoy cayendo en la tentación de terminar hablando de mí mismo. Que si asistí a ese recital que acabo de citar, que si un día de 2003 sonó el teléfono del despacho y era Nuria pidiéndome –¡Nuria Espert pidiéndome algo a mí!– si podía enseñarles a ella y al mago canadiense de la dirección teatral, Robert Lepage, la Salamanca antigua porque ambos, y sobre todo el canadiense, querían empaparse de verdad y sabor salmantinos antes de sumergirse en la preparación de una Celestina que acabarían estrenando en 2004 –al CAEM salmantino llegaría en 2005–. Huerto de Calisto y Melibea, edificio histórico de la universidad, callejuelas del barrio antiguo, fueron algunos de los parajes que hollamos juntos antes de una muy grata sentada final en las Caballerizas… Por cierto que en una de sus primeras representaciones en el Lliure de Barcelona viví la insólita experiencia del preocupante desmayo de un espectador y los gritos angustiados de su pareja –inicialmente pudo parecer algo mucho más grave– provocando que Nuria hubiera de interrumpir una de las escenas iniciales de la obra para, transcurridos los minutos ocupados en sacar de la sala y atender al damnificado, retomar ella la actuación con la menor merma de una verosimilitud tan bruscamente amenazada.
Pero quizá era ya lo que faltaba. Aprovechar que se produjera una invitación generosa a colaborar en Notae tironianae para colar allí no solo material a toda luces espurio sino, ya puestos, hasta historietas de espectador curtido en mil batallas teatrales.
Si me llegara la invitación a colaborar en Notae tironianae con algo sobre Nuria Espert y el teatro clásico, lo honesto sería declinar la invitación. En caso contrario, acabaría escribiendo cosas como estas que con buen criterio he descartado publicar en tan ilustre plataforma.
Emilio de Miguel Martínez
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