Lovecraft sueña con romanos

He aprovechado las vacaciones de Navidad para releer a un autor tan apropiado de esas fechas como es H. P. Lovecraft. Así me he vuelto a encontrar con The very old folk. Dista mucho de ser su mejor cuento o el más característico, pero tiene cierto encanto: la valoración de Heliogábalo (Varius Avitus Bassianus) como «that cursed little Syrian rat», los ecos de La rama dorada o la encarnación de la conciencia onírica de Lovecraft en un quaestor de la Hispania tardorrepublicana.

La imagen de cabecera es una pintada realizada en la Plaza Mayor de Salamanca, debajo del reloj.

La traducción procede de LOVECRAFT, H. P., 2007, Narrativa completa, II [edición de J. A. Molina Foix; traducción de F. Torres Oliver y J. A. Molina Foix], Madrid: Valdemar, pp. 219-226). De las notas que incluye, he copiado sólo la primera, que funciona como una introducción erudita al texto:

Título original: “The Very Old Folk”, traducido por Francisco Torres Oliver. Escrito el 3 de noviembre de 1927. Publicado por vez primera (en esta forma) en el verano de 1940 en Scienti-Snaps, III, 3. La traducción sigue el texto corregido por S. T. Joshi incluido en Miscellaneous Writings.

                En realidad se trata del relato detallado, en una carta a Donald Wandrei, de un sueño «romano» que tuvo Lovecraft la noche de Halloween de 1927, inspirado por su lectura de la Eneida de Virgilio, en la traducción de James Rhoades (1921). Posteriormente volvió a contarlo con ligeras variantes a Frank Belknap Long y a Bernard Austin Dwyer [carta fechada en noviembre de 1927 (la más detallada de las tres) en Selected Letters II, 1925-1929, págs. 189-197]. Aunque mencionó varias veces que iba a utilizar este sueño como base para escribir un relato, lo cierto es que nunca lo hizo, y en 1929 Frank Belknao Long obtuvo su permiso para utilizarlo casi literalmente en su novela The Horror from the Hills (Weird Tales, febrero-marzo de 1931), donde ocupa la parte central del capítulo cinco.

                Según Lovecraft, el sueño se refiere a sucesos que debieron pasar «a finales de la República», es decir, antes del comienzo del reinado de Augusto (coronado emperador de Roma el año 27 a.C.).

Existe un cortometraje reciente (de 13 minutos de duración y hablado en francés y latín) titulado Le peuple ancien (2001), Julien Lacombe y Pascal Sid, que recrea este sueño de manera bastante convincente.

Diego Corral Valera

(Advertimos que la Pompaelo del texto se situaba en lo que es la actual Pamplona)


 

GENTE MUY ANTIGUA

Jueves

[3 de noviembre de 1927]

Querido Melmoth:

…¿Así que estás dedicado a ahondar en el dudoso pasado de Vario Avito Basiano, ese detestable joven asiático? ¡Uf! ¡Hay pocas personas a las que aborrezca más que a esa maldita rata siria!

Mi reciente lectura de la Eneida de James Rhoades —traducción que no había leído hasta ahora, y más fiel a P. Marón que ninguna otra versión versificada de cuantas he visto, incluida la de mi difunto tío el doctor Clark, que no vio la luz—, me ha retrotraído a los tiempos de Roma. Esta diversión virgiliana, junto con los pensamientos espectrales propios de la víspera de Todos los Santos con sus aquelarres en los montes, me suscitaron la noche del lunes pasado un sueño sobre Roma de una claridad y una intensidad tan supremas, y de tan enormes posibilidades de oculto horror, que pienso en serio utilizarlo algún día en mis escritos de ficción. Soñar con Roma no era raro en mi juventud —no pocas noches seguí al divino Julio por la Galia como tribuno militar—; pero hacía tanto tiempo que había dejado de hacerlo que el actual sueño me produjo extraordinaria impresión.

Era un inflamado crepúsculo o atardecer en el pueblito provinciano de Pompelo, al pie de los Pirineos de la Hispania Citerior. Debía de ser uno de los últimos años de la república porque la provincia estaba gobernada aún por un procónsul senatorial en vez de un pretor delegado de Augusto, y el día era el primero antes de las calendas de noviembre. Los montes se alzaban escarlata y oro al norte del pueblecito, y el sol occidental brillaba místico y rojizo en los edificios nuevos de tosca piedra y yeso del foro polvoriento y en las paredes de madera del circo que se alzaba a poca distancia hacia el este. Ciudadanos de todas las clases —colonos romanos de frente ancha y nativos romanizados de pelo áspero, junto con evidentes mestizos de ambos linajes, vestidos por igual con togas baratas de lana, legionarios con casco y capa tosca, barbados miembros de tribus vasconas del entorno— atestaban el foro y las pocas calles pavimentadas, dominados por un vago y mal definido desasosiego. Yo acababa de apearme de la litera en la que los portadores ilirios me habían traído con cierta premura de Calagurris, al otro lado del Iber en dirección sur. Al parecer yo era un cuestor provincial llamado L. Celio Rufo, y había sido convocado por el procónsul, P. Escribonio Libo, que había llegado de Tarraco unos días antes. Los soldados formaban la quinta cohorte de la XII legión, bajo el mando del tribuno militar Sex. Aselio; y Cn. Balbutio, legado de las región entera, había venido también de Calagurris, donde se hallaba el cuartel permanente. El motivo de la conferencia era un horror que acechaba en los montes. Los habitantes del pueblo estaban asustados, y habían suplicado la presencia de una cohorte de Calagurris. Es la estación terrible del otoño, y los ingobernables habitantes de las montañas se preparaban para las ceremonias horribles de las que se sólo se hablaba en voz baja en los pueblos. Era una gente antiquísima que habitaba en lo alto de los montes y hablaba una lengua entrecortada que los vascones no entendían. Raramente se les veía; aunque unas pocas veces al año mandaban pequeños emisarios de piel amarilla y ojos bizcos (semejantes a los escitas) a tratar con los mercaderes por medio de gestos; y cada primavera y otoño celebraban en los picos sus ritos infames, cuyos alaridos y fogatas-altares inspiraban terror en las aldeas. Siempre en la víspera de las calendas de mayo y de noviembre. Justo antes de esas fechas ocurrían desapariciones de personas, y no se volvía a saber de ellas. Y se rumoreaba que los pastores y los campesinos nativos no miraban mal a esta gente antigua, y que más de uno se ausentaba de su cabaña antes de las doce de esos dos espantosos aquelarres. Este año el terror era grande porque la gente sabía que esta gente antigua estaba irritada con el pueblo de Pompelo. Tres meses antes habían bajado de las montañas cinco enviados de ojos bizcos, y tres de ellos habían muerto en una reyerta del mercado. Los otros dos regresaron mudos a las montañas… y este otoño no hubo ninguna desaparición. Había amenaza en esta inmunidad. No era propio de la gente antigua prescindir de víctimas en sus aquelarres. Parecía demasiado bueno para que fuera norma, y los habitantes de Pompelo estaban asustados. Durante muchas noches habían estado oyendo un lúgubre batir de tambores en los montes, y finalmente el edil Tib. Aneo Estilpo (de sangre mitad nativa) había mandado un emisario a Balbutio, solicitando una cohorte que acabase con el aquelarre de esa noche terrible. Balbutio se negó con indiferencia, alegando que el temor de los ciudadanos carecía de fundamento, y que los ritos horrendos del pueblo de los montes no concernían a Roma, a menos que constituyesen una amenaza para nuestros propios ciudadanos. Yo, sin embargo, que al parecer era amigo íntimo de Balbutio, me había mostrado en desacuerdo con él, le dije que había estudiado el saber tenebroso y prohibido, y creía que esa gente antiquísima podía infligir casi cualquier calamidad al pueblo, que al fin al cabo era colonia romana y albergaba gran número de ciudadanos; la misma madre del edil solicitante, Helvia, era romana pura, hija de M. Helvio Cinna, que había llegado con el ejército de Escipión. En consecuencia, yo había enviado un esclavo —un griego bajo y vivaracho llamado Antípater— al procónsul con cartas; y Escribonio había escuchado mis ruegos y había ordenado a Balbutio que mandase a Pompelo su quinta cohorte, con Aselio al mando, la víspera de las calendas de noviembre, entrase en los montes al atardecer, acabase con cualquier orgía que encontrase, y llevase a cuantos prisioneros hiciese a Tarraco para que compareciesen ante el próximo propretor. Balbutio, no obstante, había protestado, lo que había dado lugar a más correspondencia. Escribí tanto que el procónsul acabó seriamente interesado, y había decidido hacer una investigación personal sobre el horror. Finalmente se había desplazado a Pompelo con sus lictores y su guardia; allí escuchó la suficiente información como para sentirse bastante impresionado y turbado, y decidirse por ordenar con firmeza la erradicación del aquelarre. Deseoso de consultar con alguien que hubiera estudiado el asunto, me mandó que acompañase a la cohorte de Aselio; Balbutio había acudido también para insistir en su opinión contraria, porque sinceramente creía que una acción militar rigurosa inspiraría un peligroso sentimiento de malestar en los vascones tribales y los establecidos. Así que estábamos todos, en el místico crepúsculo de los montes otoñales: el viejo Escribonio Libo con su toga pretexta, la luz dorada incidiendo en su cabeza calva y reluciente y su arrugado rostro de halcón, Balbutio con su casco y su peto resplandeciente, los labios comprimidos en concienzuda y tenaz oposición, el joven Aselio con sus grebas bruñidas y su sonrisa de superioridad, y una curiosa muchedumbre de ciudadanos, legionarios, gentes tribales, campesinos, lictores, esclavos y escoltas. Yo llevaba una toga corriente, sin ningún distintivo que me identificase de manera especial. Y en todas partes acechaba el horror. Los hombres del pueblo y del campo apenas osaban hablar en voz alta, y los del séquito de Libo, que llevaban allí cerca de una semana, parecían un poco contagiados de ese miedo desconocido. Incluso el viejo Escribonio parecía muy grave, y las voces fuertes de los que llegamos más tarde parecían contener calidad inoportuna; como si estuviésemos en unas honras fúnebres o en el templo de algún dios místico. Entramos en el pretorio, y tuvimos una grave conversación. Balbutio insistió en sus objeciones, y fue apoyado por Aselio, quien despreciaba totalmente a los nativos, aunque consideraba desaconsejable excitarlos. Ambos soldados sostenían que era mejor enfrentarse a una minoría de colonos y nativos civilizados que a una probable mayoría de gente tribal y campesina al aplastar aquellos ritos espantosos. Yo, por mi parte, renové mi recomendación de actuar, y me brindé a acompañar a la cohorte en cualquier expedición que emprendiese. Señalé que los bárbaros vascones eran turbulentos e imprevisibles a lo más, de manera que tarde o temprano serían inevitables escaramuzas con ellos, fuera cual fuese nuestra decisión; que hasta ahora no habían demostrado ser adversarios peligrosos para nuestras legiones, y que condecía muy mal con los representantes del pueblo romano consentir que unos bárbaros dañasen unas normas que la justicia y el prestigio de la República exigían. Que, por otro lado, la eficiencia en la administración de una provincia dependía ante todo de la seguridad y buena voluntad del elemento civilizado en cuyas manos estaba la maquinaria local del comercio y la prosperidad, y en cuyas venas circulaba gran parte de nuestra sangre italiana. Estos, aunque fuesen en número una minoría, eran el elemento estable en cuya constancia se podía confiar, y cuya cooperación uniría muy firmemente la provincia al imperio del Senado y al pueblo romano. Era a la vez un deber y una ventaja proporcionarles la protección debida a ciudadanos romanos, aun a costa (aquí lancé una mirada sarcástica a Balbutio y a Aselio) de una pequeña molestia e intervención, y una breve interrupción en las partidas de damas y peleas de gallo del campamento de Calagurris. Que no dudaba, por mis estudios, que el peligro para el pueblo y los habitantes de Pompelo era real. Había leído muchos rollos procedentes de Siria y Egipto, y de los pueblos crípticos de Etruria, y había hablado largamente con el sanguinario sacerdote de Diana Aricina, en el templo que poseía en el bosque que bordeaba el Lacus Nemorensis. En esos aquelarres había males espantosos que podían ser invocados de los montes; males que no debían existir en los territorios del pueblo romano; y permitir orgías como las que era sabido que se celebraban en los aquelarres, se acordaba muy poco a las costumbres de aquellos cuyos antepasados, cuando A. Postumio era cónsul, habían ejecutado tantos ciudadanos romanos por practicar bacanales, asunto que había fijado para siempre en la memoria el senadoconsulto de las Bacanales, poniéndolo en bronce, y a la vista de todos. Reprimido a tiempo, antes de que el desarrollo de los ritos pudiera traer nada con lo que el hierro de un pilo no pudiese contender, el aquelarre no representaría demasiado para la fuerza de una simple cohorte. Sólo haría falta prender a los participantes; y si se perdonaba a buena partes de los que eran meros espectadores se lograría reducir considerablemente el rencor de quienquiera que simpatizase con la gente de los montes. En resumen, tanto el principio como la política exigían una intervención severa, y no dudaba que Publio Escribonio, teniendo en cuenta la dignidad y las obligaciones del pueblo romano, abrazaría su plan de despachar la cohorte, a la que me uniría, pese a las objeciones que Balbutio y Aselio —que en realidad hablaban más como provincianos que como romanos— veían conveniente plantear y multiplicar. El sol declinante estaba ahora muy bajo, y el pueblo callado parecía envuelto en un encanto maligno e irreal. Entonces el procónsul P. Escribonio dio su aprobación de mis palabras, me integró en la cohorte con el grado provisional de centurión primo pilo, con la aquiescencia de Balbutio y Aselio, el primero de mejor grado que el segundo. Mientras el crepúsculo se adueñaba de las laderas silvestres y otoñales, un batir espantoso y acompasado de extraños tambores llegaba de lejos con ritmo terrible. Algunos legionarios dieron muestras de atemorizarse, pero una orden tajante los puso en formación, y la cohorte entera no tardó en llegar al llano despejado al este del circo. El propio Libo, al igual que Balbutio, insistió en acompañar la cohorte; pero hubo dificultades en conseguir una guía nativo que señalase los senderos que subían a la montaña. Finalmente un joven llamado Vercelio, hijo de padres romanos puros, accedió a llevarnos más allá del pie de los montes. Iniciamos la marcha ya oscurecido, con la hoz delgada de una luna joven temblando sobre el bosque, a nuestra izquierda. Lo que más nos inquietaba era el hecho de que el aquelarre fuera a celebrarse. Sin duda habría llegado a los montes la noticia de que se acercaba la cohorte, e incluso la falta de una decisión definitiva no podía hacer el rumor menos alarmante; sin embargo, los siniestros tambores tocaban como en otras ocasiones, como si los celebrantes tuviesen algún motivo concreto para no importarles si las fuerzas del pueblo de Roma marchaban contra ellos o no. El sonido aumentaba a medida que nos adentrábamos en el vacío ascendente entre los montes, se cerraban las laderas de cada lado, y se hacían visibles los troncos curiosamente fantásticos a la luz de nuestras antorchas balanceantes. Todos marchaban a pie salvo Libo, Balbutio, Aselio, dos o tres centuriones y yo; finalmente el camino se hizo tan empinado y estrecho que los que íbamos montados tuvimos que dejar los caballos; una escuadra de diez hombres se quedó atrás para guardarlos, aunque no era probable que saliesen partidas de ladrones en semejante noche de terror. De vez en cuando parecía como si vislumbrásemos una forma acechando entre los árboles cercanos, y, tras media hora de ascenso, lo empinado y estrecho del camino hizo que el avance de tan gran número de hombres —más de 300 en total— se volviese penoso y difícil. Entonces, de manera sobrecogedoramente inesperada, oímos algo espantoso abajo. Eran los caballos atados: habían chillado… no relinchado, sino chillado… pero no se veía ninguna luz, ni se oía ningún sonido humano que nos revelase la causa. Al mismo tiempo comenzaron a arder hogueras en los picos de enfrente, de manera que el terror parecía acechar igualmente delante y detrás de nosotros. Buscamos a Vercelio, nuestra guía, y descubrimos un guiñapo empapado en sangre: en la mano tenía una espada corta arrancada del cinto de D. Vibulano, subcenturión, y su rostro tenía tal expresión de terror que los más curtidos veteranos palidecieron al verle. Se había dado muerte al oír gritar los caballos… él, que había nacido y vivido toda la vida en esta región, y sabía lo que se murmuraba acerca de los montes. Las antorchas empezaron ahora a perder intensidad, y los gritos de los legionarios asustados se mezclaron con los chillidos de los caballos atados. El aire se volvió notablemente frío más repentinamente de lo que suele ser normal en las proximidades de noviembre, y parecía agitado por terribles ondulaciones que no pude por menos de relacionar con un batir de alas enormes. Ahora se detuvo toda la cohorte; y mientras las antorchas se debilitaban cada vez más, distinguí lo que me parecieron sombras fantásticas recortadas en el cielo por la luminosidad espectral de la Vía Láctea a su paso por las constelaciones de Perseo, Casiopea, Cefeo y el Cisne. Luego, de repente, se borraron todas las estrellas, incluso las brillantes Deneb y Vega que habíamos tenido delante, y las solitarias Altair y Fomalhaut, detrás. Cuando las antorchas se apagaron del todo, quedaron sobre la aterrada y frenética cohorte sólo los malignos y horribles fuegos-altares de los picos; infernales y rojizos, recortaron ahora siluetas enormes y enloquecedoras de seres bestiales que saltaban como nunca había contado ningún sacerdote frigio ni ningún anciano venerable de Campania en la más insensata de sus consejas. Y por encima de los chillidos a oscuras de hombres y caballos, el batir de los infernales tambores se elevó a un grado de paroxismo, mientras un viento helado sobrecogedoramente consciente y deliberado descendía de alturas formidables y se enroscaba alrededor de cada hombre, hasta que toda la cohorte se encontró luchando y gritando en la oscuridad, como un remedo de la muerte de Lacoonte y sus hijos. Sólo el viejo Escribonio Libo parecía resignado. Profería palabras, en medio de los gritos, que aún resuenan en mis oídos: «Malitia vetus: malitia vetus est… venit…tándem venit…»

Y entonces desperté. Es el sueño más vívido que he tenido en años, inspirado en veneros del subconsciente largo tiempo intactos y olvidados. Del fin de aquella cohorte no hay constancia ninguna; pero al menos se salvó el pueblo. Porque las enciclopedias hablan de Pompelo, que aún existe hoy con el moderno nombre español de Pompelona…

Tuyo por la Supremacía Gótica,

C · Ivlivs · Vervs · Maximinvs

 

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