El título, con esa “k” en lugar de la “c” que corresponde a la transcripción del fonema griego en castellano, comporta ya un extrañamiento.
La imagen de la cubierta de este texto editado por Tusquets en su colección Andanzas, en mayo de este mismo año, 2021, ofrece dos muchachas cuyos rasgos resultan familiares por las múltiples representaciones que el arte griego nos ha legado. Pero tienen personalidad propia, son obra del ilustrador Diego Mallo.
Ni el uno ni el otro son detalles nimios, sino que, en mi modesto entender, están perfectamente escogidos, son congruentes con el nuevo libro de Javier Azpeitia. Trepidante, fascinador, capaz de atrapar al lector desde el primer capítulo, el cuerpo despedazado de Eurípides.
Enseguida uno ansía saber más de Mora, la mujer que halla su cadáver. Y en verdad Azpeitia trabaja los dos hilos de la trama intercalándolos continuamente con singular maestría. Dos destinos, dos mundos tejidos con suma habilidad, con enorme erudición y una extraordinaria capacidad de imaginar una realidad paralela a la helénica que hunde sus raíces en Tarteso, atraviesa Cumas y culmina en la otra Sibila, la libia.
El autor toma partido por ese universo femenino que se nutre de teorías en torno a la Gran Madre, la triple diosa, la antigua sabiduría ligada a sus sacerdotisas, los poemas ancestrales aprendidos en las cuevas y reencontrados a través del sueño y algo más…
La recreación del ambiente no ya de Atenas, sus mercados, simposios, la casa de Eurípides con su biblioteca, las representaciones teatrales, sino del paraje de la Sibila cumana o la corte macedónica, los personajes que ofrece, Aspasia, Agatón, Sófocles, Aristófanes, Agatón, Zeuxis, el rey Arquelao, el viejo aedo reducido a titiritero… ejercen en el lector el efecto de la serpiente de la que no puede apartarse la mirada, incluso cuando no se siente a gusto, cuando la visión parece descarnada, desmitificadora, despojada de todos los ideales que suelen depositarse en el siglo de oro griego, acaso también por eso. Por más que uno se sienta tentado a hacer una parada, tomarse un respiro y cotejar hasta dónde llegan las fuentes antiguas y dónde empieza la imaginación de Azpeitia, éste consigue que decida aplazar esa cuestión, quiere saber más, constatar cómo resuelve la aventura, hasta dónde llega su personalísima concepción. En ese sentido no queda decepcionado.
Es más, desearía que existiera en verdad ese “Poema del agua” que Mora traduce para Eurípides, ése cuyo tema identifica el poeta con una canción de Simónides incorporada en la p. 307:
… las aves sin cuento volaban también
su testa buscando, y ascienden los peces
del agua profunda, a la bella canción…
Lo entona Eurípides con la misma melodía que Mora oyó a un poeta sardo. Es el fragmento 62. 1. 2-5 de Poetae melici Graeci, editado por D. L. Page, Oxford, Clarendon Press, 1962 (reimpr. 1967). Pero el poema que atesora la última sacerdotisa de Tarteso, reconvertida en escriba de Eurípides y su vengadora, tiene más de dos mil versos…
Azpeitia se sirve del canto como hilo conductor. En el duro enfrentamiento entre Mora y Sófocles ofrece una reflexión que trasciende la trabajada oposición entre un arcaico mundo femenino y otro dominado por los varones, por los griegos, de los que hasta cierto punto parece desencantado. Merece la pena reproducir las palabras que el autor pone en boca de Sófocles:
“Lo que lleva al poeta a alcanzar la excelencia es conocer el funcionamiento de la sociedad en que vive, para presentar el mensaje que la ciudad necesita. Es la ciudad la que otorga su gloria al poeta. El estado. ¿Conoces el nombre de algún poeta sardo, por ejemplo? No, ¿verdad? Los sardos pertenecen a un pueblo humilde, humillado… Ese es el destino de un poeta bárbaro. No hay victorias para ellos, no hay mercado que controlen para vender el hierro que producen, que cae en manos griegas o fenicias. No hay ciudades sardas que ellos gobiernen ni glorifiquen ni nada por el estilo… Así que no hay poetas ni obras de valor en la literatura sarda. ¡No hay Músika sarda! Ya lo sé, no hace falta que me lo digas: seguro que hay canciones allí, como en todas partes. Muy bien, ¿y a quién le importa?”
Importa, importaría a todos.
Mas pensemos también que si con Eurípides (p. 394) le damos las gracias a Mora, a Azpeitia, por llevarnos allá, a su “cosmos”, aún más tenemos que dárselas a quienes fueron capaces de construir una civilización extraordinaria que merced a la escritura sigue viva y nos deleita con sus canciones.
Henar Velasco López
Debe estar conectado para enviar un comentario.