La novela The Silence of the Girls, de Pat Barker (Penguin Books, London 2018), traducida al español, El silencio de las mujeres, y publicada por la editorial Siruela en 2019, fue calificada por el diario The Guardian como una narración feminista de la Ilíada, y por la prestigiosa helenista E. Hall como la mejor novela basada en la Ilíada que se ha escrito en lo que va de siglo. Haremos unas consideraciones a partir de estos asertos.
Una vez capturada la ciudad de Lirnessos, sus mujeres, prisioneras de guerra, son convertidas en esclavas de los vencedores tras un reparto del botín en el que participa todo el ejército. Las jerarquías se observan tanto en el ejército vencedor como entre las vencidas: las princesas suelen corresponder a los príncipes de los aqueos. La captura de las ciudades, empezando por la Iliou Persis, era uno de los elementos persistentes en la épica, la tragedia, la historia y la retórica antiguas; el reparto como botín de las mujeres de los vencidos es objeto de varias tragedias de Eurípides. En esta novela asistimos desde el principio a la captura de Lirnessos, que anticipa la de Troya, siendo la novedad el punto de vista narrativo colocado en una mujer. Briseida es una princesa que conoce perfectamente que su destino, si sobrevive, es ser reducida a esclava, alguien sin derechos, una cosa, alguien en cuyo mundo reinan la arbitrariedad y el azar más absolutos. No tiene futuro, no puede esperar nada, no debe.
No es la primera vez que la esclavitud de la mujer adquiere expresión propia. Ya en Atenas, en los siglos V y IV, los poetas trágicos se acostumbraron a relatar los acontecimientos heroicos concediendo la palabra a las mujeres que los sufrieron. Hécuba, Polixena, Andrómaca, Casandra, antaño reinas y princesas convertidas ahora en esclavas de los príncipes vencedores, dejan de ser solo «daños colaterales» para adquirir en Eurípides la expresión elocuente de sus penas como derrotadas y esposas forzadas de los asesinos de sus esposos.
En The Silence of the Girls el punto de vista de Briseida da forma a la primera parte del relato, que es para mí la más brillante y novedosa, sin que esto vaya en detrimento de las otras. La brillantez se origina a partir de la claridad con que se tienen en cuenta las determinaciones que llenan la perspectiva del personaje: es una princesa que ve matar a sus hermanos por el héroe al que todos admiran y que todos conocemos por la literatura y la cultura en que hemos sido educados. La princesa ve en Aquiles al asesino que en realidad está dentro del héroe, y el azar del reparto del botín guerrero le depara el convivir con él como su esclava, alguien de su exclusiva propiedad. La concreción y el buen pulso a la hora de seleccionar sensaciones nos presenta a una mujer sensata y sensible que ve en detalle lo que está pasando: los asesinatos perpetrados por los vencedores, las violaciones de las víctimas, los gritos y soeces palabras de los guerreros, el carácter sistemático del acopio del botín por unos profesionales del saqueo. La mujer, ya antes, pero sobre todo después de ver esto, es bien consciente que ha sido rebajada al estatus de cosa.
Al escoger el género novela, Barker comunica a su obra una vívida representación de cada episodio y un desarrollo sostenido. La perspectiva puesta en una mujer, cuyo estatus y circunstancias en seguida conocemos, supone un despliegue de valores femeninos, por ejemplo, la imagen doméstica de un campamento en guerra. Vemos los interiores que soportan y mantienen la exterioridad de la guerra: se concretan en las labores del telar y otros oficios aún más humildes como fregar, cocinar, acarrear agua y asistir como doncellas al guerrero que regresa de los trabajos bélicos o como concubinas atentas al menor capricho de su dueño. También, ocasionalmente, ayudan cuidando heridos, convertidas en una especie de enfermeras a cuyo frente está Macaón. Son estas humildes labores las que les permiten a las mujeres estar dentro de las grandes escenas de la épica homérica. Son las criadas, las siervas que traen vino y comida a unos hombres que hacen tratos, trazan planes, refuerzan su camaradería, fanfarronean, ríen, disputan. El mundo que se desenvuelve ante los lectores va creciendo no desde la voz del poeta, sino desde la mente de Briseida, pero las cosas que pasan son las mismas que desde hace treinta siglos nos viene ofreciendo la tradición épica. Vemos a Crises, se insiste en su aspecto cansado y viejo, oímos a Agamenón despreciarlo y expulsarlo del campamento en triste despedida. Pero cuando el sacerdote ora al dios Apolo llamándolo señor de los ratones, Esmintio, jamás nos imaginamos la conversión del dios del arco de plata, del que hiere de lejos, del dios de la plaga, en señor de una asquerosa plaga de ratones.
La plaga del comienzo de la Ilíada, la epidemia provocada por un conflicto de vanidades -ya lo dijo Horacio, cuando los príncipes riñen lo pagan los Aqueos- y que causará infinidad de muertes en los hombres del ejército, adquiere una vividez extraordinaria cuando los ojos de Briseida notan persistentemente la presencia de las ratas en el campamento. Sí que recordamos a Camus, naturalmente, pero vemos apropiado e imaginativo que estas mujeres que se ocupan de los menesteres más humildes, también estén pendientes de las montañas de basura que se acumulan entre las tiendas de los vencedores y sean las primeras en percibir el pulular de las ratas en número creciente. Reducir, como hace Pat Barker, las flechas de Apolo a las terribles ratas, es pasar desde los valores épicos de los dioses Olímpicos al sucio mundo de los vencidos, puro desperdicio. Homero, tan natural, sin embargo no podía caer en el naturalismo, esa fase intensificada del realismo novelesco, que en este relato que aprovecha tantas cosas de él, viene traído, naturalmente, de la mano de una mujer esclava que ve las cosas a ras de suelo, como las ven las humildes y vencidas, las mujeres derrotadas. La escala del mundo épico se ajusta, se afina y se altera cuando las mujeres esclavas ofrecen su visión de la suciedad que esconde el interior del campamento aqueo.
La relación intertextual con Homero orienta los principales episodios de la novela, que en realidad se reducen a unas pocas escenas: el conflicto de vanidades, la cólera, la peste, el implacable avance troyano que es visto desde la cabaña-hospital del médico Macaón, la devolución de la esclava, los intentos de reconciliación, las dudas de Patroclo, la muerte de Patroclo, la muerte de Héctor, la visita de Príamo y la devolución del cadáver de su hijo, la muerte de Aquiles, la (breve) toma de Troya, las troyanas prisioneras, Polixena.
La Ilíada de Homero era el texto magistral de la cultura griega, en cuyo seno fue transmitido ininterrumpidamente desde el s. VIII a. C. Los textos magistrales, como ocurre también con la Biblia, nunca pueden permanecer en su forma prístina, sino que sufren continuas reediciones, comentarios, discusiones, readaptaciones, traducciones, exégesis, etc., que son necesarias para adaptar sus valores originarios a otros públicos diferentes de aquellos para los que había sido originariamente concebido. Aquella famosa Guerra de Troya contenía tanta información, tantas historias, tantos personajes, y tantos puntos de vista (hombres y dioses, héroes y gentes del común, hombres y mujeres nobles, griegos y extranjeros, vencedores y vencidos, libres y esclavos), que necesariamente habían de ser desarrollados a medida que nuevos públicos (Atenas, Alejandría, otras ciudades griegas, ciudades itálicas, Roma), provistos de otros valores e incluso de otros dioses, se incorporaban a la audición de la Ilíada, o, mejor dicho, a las numerosas obras que forman su secuela. La Ilíada sufre un proceso de poda. Se elimina lo que no sirve, se transforma lo que sirve a medias, se adapta todo lo que se puede, se buscan formas nuevas que no podían estar en el original porque fueron inventadas más tarde para adaptarse a contenidos nuevos.
Una pregunta de estudioso es hasta qué punto interesa al lector de esta novela la intertextualidad con Homero, y una respuesta automática es que al lector actual la obra le es accesible sin haber leído a Homero y sin saber nada de lo que él ha contado antes. El placer de la novela no reside en el placer del reconocimiento, aunque el que reconoce esta visión de los grandes personajes desde abajo, desde el interior doméstico, desde las charlas de las mujeres, desde las obscenas chanzas de las esclavas: «la vía trasera», no puede por menos que gozar con la diferencia. Como Virgilio corta la acción de la Ilíada seleccionando el ataque al campamento, la muerte en combate del amigo del héroe, su entierro y la posterior venganza de Eneas, Pat Barker ha reducido la acción de la Ilíada a unos cuantos episodios significativos y los ha reelaborado desde otro centro de valores, diferentes de los épicos. Pero la autora ha tenido gran interés en no salirse nunca de la falsilla homérica, supongo que guiada no por un afán de rivalidad o de imitación, sino por un reconocimiento de la insuperable tensión que el aedo ha sabido comunicar a sus principales acontecimientos. Es como si no quisiera perder el tono, como si Homero le diera el tono, como si comunicara una dignidad a la narración y provocara un alejamiento de la trivialidad de la libre invención de algunos acontecimientos. La selección de lo que narra, aparte de la forma en que lo hace, muestra el buen pulso de la autora, tan segura en lo que elige desarrollar como en lo que omite.
El objetivo de Barker es narrar desde valores contemporáneos, y su gran reto consiste en hacernos ver de una manera novelística lo que sabemos de una mujer del siglo VIII a.C. que ha sido reducida a la esclavitud. Si la novela, hablando en general, es una forma literaria más compatible con los valores de la «realidad» que la forma épica, con menos dioses, menos punto de vista omnisciente, más relativismo en los variados enfoques de lo que pasa, etc., los actuales estudios sobre el «silencio de las mujeres» nos han aportado una gran cantidad de material histórico, sociológico y psicológico con el que poder contemplar la tradición occidental desde la perspectiva del «otro». En nuestro caso, se trata de sumar la forma novelesca y los estudios sobre mujeres. El problema novelístico supongo que consistía en lograr una perspectiva de mujer que resultara creíble sin desmentir lo que nos dicen las actuales investigaciones. La forma, además tenía que ser efectiva y brillante, capaz de parangonarse, nada menos, con la de la obra homérica, que fue la fundadora de la masculinidad occidental basándola en la guerra y en los valores guerreros.
Como cabe esperar, Barker desacraliza el mundo de la Ilíada privándolo de sus pintorescos dioses. La relación de Aquiles con su madre, algo indispensable para entender al personaje visto por los ojos de la mujer que comparte (algo de) su vida, es retratada poniendo de manifiesto una aguda sensación de carencia y de vacío por parte del hijo de la diosa. Es bien cierto que, en la Eneida por ejemplo, ya Eneas se queja con amargura de la falta del pábulo del cariño en su relación con Venus, pero aquí la autora da un paso más propio de la sensibilidad actual. Briseida huele como la madre de Aquiles, el sabor de su cuerpo es marino, Barker se atreve a imaginar una relación física con Aquiles, a la altura de nuestra propia época, sin trivializar la figura del héroe gracias a la adecuada perspectiva que coloca en la mujer que narra.
Es la cierta sobriedad y reticencia en la visión de la mujer quizás el rasgo más logrado de la obra. No hay nunca una explosión de amor entre el dueño y la esclava, las palabras de Aquiles a Briseida llenarían apenas dos páginas, las efusiones físicas no son largas ni detalladas en exceso y se evitan siempre los detalles sentimentales. No es una novela popular, no es una novela histórica en la que los personajes del siglo VIII a.C., viven la sexualidad como nosotros, ni siquiera la sexualidad destaca como una de las metas de la novela.
Tampoco, como Ovidio, en sus cartas de las Heroínas, el sentimiento amoroso lleva a Briseida a aceptar y a suavizar el yugo de la esclavitud sustituyéndolo por el yugo del amor. La primitiva esclavitud de las prisioneras de guerra, cuya dureza Eurípides no disimula, no es sustituido por el seruitium amoris, la esclavitud amorosa. Las lágrimas de odio de Briseida y su anhelo de venganza no se convierten en la novela de Barker en los dulces llantos del amor propios de la elegía.
Se trata de exponer los sentimientos complejos de una mujer prisionera que está obligada a convivir con el asesino de toda su familia. Se trata de ver a ese asesino en consonancia con lo que ha sido para la mujer y no con la tradición occidental que lo ha convertido en figura sublime. Se trata de reescribir sus virtudes y defectos, de acuerdo con la tradición homérica, pero también con lo que sabemos ahora que debía sentir una mujer esclava de entonces. Una esclava que había sido princesa y que había sido educada en una etiqueta cortesana que ahora despliega en los barracones de las mujeres prisioneras. Barker tenía que hacer creíble las partes decisivas de la Ilíada desde la perspectiva de Briseida y para ello tenía que presentar a Aquiles, Agamenón, Patroclo, Néstor, Ulises o Áyax, sin desmentir el heroísmo en que Homero los había institucionalizado, pero añadiéndoles muchas cosas nuevas, las que aportaba esta mujer (y otras como ella) que conocían unas interioridades que Homero no se iba a rebajar nunca a narrar. Además de su obligación de ver a los otros, Barker debía hacer a Briseida que se viera a sí misma, debía poner al personaje en evolución, debía exponernos las tremendas inseguridades derivadas de su condición social, pero también tenía que convertirla en un personaje vivo que no sólo estuviera dotado de sentimientos, amistosos u hostiles, hacia las sacralizadas figuras de la saga homérica, sino sobre todo hacia sí misma. Briseida tenía que saber cuánto apreciaba a Patroclo o si en su aborrecimiento a Aquiles por sus brutalidades en la guerra y en el trato cotidiano, no se ocultaba también una no confesada admiración por algunos rasgos de finura y nobleza.
Finura de sentimientos, nobleza de estilo, riqueza de pensamientos, que añaden algo significativo, incredibile dictu, a la saga homérica. Decía Virgilio (según sus biógrafos) que resultaba más difícil robarle un verso a Homero que robarle a Hércules la clava. Barker no roba, no creo que fuera esa su intención, pero es indudable que suma y añade. A los clásicos hay que moverlos. Y hay que cambiarles (sin trivializarlos) la mirada heroica. Barker ha conseguido que Briseida nos devuelva algo muy diferente a la mirada de Homero.
José Carlos Fernández Corte
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