Un libro más sobre la Odisea

María Dolores Castro Jiménez, Ulises y la Odisea en la canción de autor. El héroe homérico y su viaje: poesía y música

Epílogo de Manuel Gil Rovira

Guillermo Escolar Editor

El libro que presentamos hoy en Notae Tironianae no es una monografía más de tradición clásica. La llegada de Ulises y su mundo a la cultura poética y musical contemporánea rompe nuestras expectativas, sobre todo cuando leemos y vemos que la presencia de Ulises y las diversas etapas de su periplo presentes en la canción de autor no es forzada, no requiere justificaciones traídas por los pelos: Ulises, el viaje y sus peripecias, e Ítaca, su meta, están ahí como estaban en la Odisea pero transformadas por muchas lecturas y reescrituras intermedias que los poetas y músicos de la “canción de autor” han releído y reescrito desde la visión actual de Ulises, la “figura mítica que más éxito ha tenido en el imaginario y la historia de Occidente”. Los poetas y escritores de hoy, amantes de la tradición clásica, leen las obras y grandes relatos de esta tradición desde sus propias perspectivas e intereses, que son también los de sus lectores. De esta forma la continuidad se mantiene siempre viva. Además, en este caso la música pone en contacto las lecturas contemporáneas del mito con sus orígenes, pues en el relato de la Odisea eran muy importantes la oralidad y el canto. En la obra misma aparecen los cantores Femio y Demódoco y el propio Ulises, que narra sus aventuras en la corte de los feacios.

En la INTRODUCCIÓN la autora recoge la bibliografía más relevante sobre Ulises y su presencia en la literatura antigua. Asimismo, nos introduce en el género de la canción de autor con un repaso a los trabajos dedicados a su estudio, además de proporcionarnos un corpus de canciones (pp. 18-27), que después analizará y comentará detenidamente.

A continuación, aborda la primera parte principal del libro, ULISES Y LA EXPERIENCIA DEL VIAJE, donde recoge las obras literarias dedicadas al héroe desde la antigüedad, con especial atención a los autores intermediarios entre Homero y los cantautores (pp. 29-119).

 Ulises es un personaje muy versátil, “polítropos”, como dice Homero: un hombre lleno de recursos, con rasgos positivos y negativos. De acuerdo con la ambigüedad y duplicidad de su carácter tenemos dos tradiciones: la de héroe épico mentiroso embaucador, vengativo y pérfido y la del héroe resistente, modelo de la virtud y sabiduría propias del filósofo estoico, como lo ven Cicerón, Séneca y Horacio.

Estas dos facetas aparecen alternativamente en los grandes escritores intermediarios entre la Odisea y los autores modernos, que a veces las ofrecen mezcladas. Dante, Tennyson (1833), Cavafis (1911), Pascoli (1956) y Du Bellay (1558) son los más importantes, los que con Homero han inspirado a los cantautores contemporáneos. A estos les dedica la autora unas setenta páginas sorprendentes por la cantidad y calidad de las canciones.

Abre la exposición Luis Llach y su Viatge a Itaca (1975), que parte del poema de Cavafis con su canto a la esperanza y a la satisfacción de los deseos. Pero Llach le da una dimensión colectiva al individualismo de Cavafis: cambia el “tú” por el “ellos”, el singular (“ple d’aventures…”) por el plural (“plens d’aventures…”), con la intención de poner la canción al servicio de la militancia política.

Analiza canciones y álbumes de varios autores italianos: Enrico Ruggieri, Ulisse (1996); Premiata Forneria Marconi y Vincenzo Incenzo crean Ulisse (2009) un álbum que recoge las peripecias de Ulises en once escenas: la primera la de partida, “Ieri” y la última la del regreso, “Domani”. El álbum tiene una estructura cerrada formada por dos partes, en la que las canciones se corresponden para darle una coherencia al relato de un viaje, que aquí es metáfora de la vida, búsqueda de la identidad y del conocimiento: Ulises deja de ser un héroe y se convierte en un ciudadano de nuestro tiempo: “Uno in più”, “Nadie” más entre sus compañeros. En este álbum se reescribe la Odisea sin sus claves míticas, pero podemos incluir esta reescritura en la tradición clásica culta: sus creadores no son solo músicos más o menos intuitivos, son auténticos poetas.

Lo mismo podemos decir de Franscesco Guccini, que encabeza su canción Odyseus con los nombres de los poetas de los que es deudor: Homero, Dante, Foscolo, Kavafis. JC. Izoo y A. Prandi; la autora añade a Giovanni Pascoli. La formación clásica de este cantautor se percibe en la estructura de la canción, de molde clásico, y su métrica: “la canción está escrita con una mezcla de endecasílabos en ritmos yámbicos y anapésticos agrupados en estrofas (I y II, IV y V), que combina con estrofas sáficas (III y VI) para volver finalmente a los endecasílabos (en este caso una estrofa de ocho) con los que cierra el poema” (p. 81).

Elies Montxolí en su álbum La luz de Itaca (2009) recoge en diez canciones las escalas de Ulises en el mismo orden que vemos en la Odisea. Sus fuentes principales de inspiración son Homero, Cavafis y Lluís Llach. El viaje en su canción va de la oscuridad a la luz, una metáfora muy adecuada para su concepción del viaje como búsqueda de conocimiento.

En el álbum de Vinicio Caposella, Marinai, profeti e balene (2011) se encuentran siete canciones odiseicas (Vinocolo, Le Pleiadi, Aedo, Calipso, Dimmi Tiresis, Nostos y Le Sirene) inspiradas en Homero, pero también en los intermediarios Cavafis y Pascoli.

Muy interesante es la desmitificación burlesca del héroe que hace Javier Krahe en su canción “Como Ulises”. En forma de monólogo de un narrador-protagonista el cantautor se identifica con Ulises; pero más que viajar, va dando tumbos por la vida. Sólo piensa en volver a casa después de divertirse a tope, de modo que justifica su tardanza con el “veinte años no es nada” del tango “Volver”, un guiño al auditorio para convertirlo en cómplice de su ironía. La canción contiene todos los episodios de la Odisea, ni siquiera deja fuera a los dioses, pero en ella todos los personajes sufren degradación burlesca: Circe deja de ser “la de lindas trenzas” para ser “la de turbio recuerdo”. La prudente y discreta Penélope se casa para sorprender a Ulises porque “se lo dictan sus ovarios”. Krahe comparte con Ulises el ingenio, la agudeza y el humor desenfadado que choca con el origen épico del tema.

La Penélope de Joan Manuel Serrat se cruza irónicamente con “La niña de la estación” de Conchita Piquer. Adelina se convierte en una Penélope que teje sueños mientras espera en la estación el regreso de un viajante de comercio que le había jurado amor eterno. Al final se casa con el jefe de estación y se queda viuda poco después de la boda. El final de la Penélope de Serrat es más trágico, porque él vuelve tan tarde y envejecido que ella no lo identifica con la imagen alimentada durante la espera.

Otras voces y visiones de Ulises encontramos en canciones como “Itaca” de Lucio Dalla (“Itaca”), en la que los marineros presentan reivindicaciones a su señor Ulises, una lectura desde la actualidad de los problemas laborales que choca frontalmente con el carácter literario del original. A este terreno nos devuelve la canción “Le Pleiadi” de Capossela. Se trata de un diálogo sentimental a distancia entre Penélope en Ítaca, y Ulises en el mar: los dos contemplan el mismo cielo y las mismas estrellas y a su abrigo intercambian cartas imaginarias como si de una Heroida doble ovidiana se tratara.

La variedad de versiones nuevas de Ulises y su interés confirman la razón por la que los clásicos perduran: no dejan de transmitir mensajes útiles para nuestras vidas.

La segunda parte importante del libro es LA ODISEA Y LAS ESCALAS (123-201), en la que se tratan los personajes con los que se va encontrando Ulises en las escalas de su viaje y las canciones de autor dedicadas a ellos: Polifemo, Circe, el Hades, Tiresias, las Sirenas, Calipso, Nausíacaa, el aedo Demódoco en la corte de los feacios y finalmente Penélope.

Circe y Calipso, que en principio son peligrosas para el héroe pero que al final lo ayudan para que prosiga su viaje, están en el espacio intermedio entre los dioses y humanos que colaboran con el regreso de Ulises (Atenea, Alcínoo, Nausícaa y Tiresias) y los que lo obstaculizan (Posidón, el Cíclope y Las Sirenas).

Las dos son divinidades menores con poderes sobrenaturales; Homero nos las presenta cantando mientras tejen: Calipso tiene menos presencia en la literatura posterior y en general sus rasgos coinciden con los que le presta Homero. La ambigua Circe homérica pierde sus rasgos positivos en la tradición y se convierte en el prototipo literario de la maga, peligrosa y lujuriosa.

Elies se interesa por estas dos diosas en sendas canciones, Circe y Calipso, compuestas por Ángel García Galiano. Las dos están muy apegadas a los episodios homéricos y mantienen el hilo narrativo de la Odisea y el orden de las escalas.

La canción de Susanne Vega, Calipso (1978), está escrita desde el punto de vista de la ninfa. La cantautora le da voz a Calipso y sitúa la acción en el momento en el que ella decide dejar marchar al héroe, momento elegido para subrayar la soledad la diosa, la resignación y melancolía que recorre la canción en el estribillo “I let him go”.

Cristina Branco tiene dos canciones sobre ellas: Circe y Sete pedaços de vento, dedicada a Calipso. Ulises contaba en la corte de los feacios su encuentro con estas dos mujeres. Branco cambia de punto de vista y las convierte en narradoras de sus propios lances. La voz de Calipso nos presenta a una mujer alegre y espontánea, a la que podemos imaginar como mujer enamorada cuando expone su proyecto de vida. De Circe no se dice en la Odisea que se haya enamorado del héroe, pero la tradición aparece como heroína enamorada y en Cristina Branco escuchamos a una mujer muy sensual, que describe las caricias de las manos del hombre.

Las Sirenas aparecen en Homero cuando Circe advierte a Ulises contra el peligro que entrañan y después cuando el propio Ulises cuenta su experiencia con ellas.

El canto de las sirenas deleita y hechiza pero nadie dice qué cantaban. Prometen sabiduría y conocimiento, pero quien las escucha muere. Vinicio Capossela en su canción Le Sirene trata de explicar su misterio. Las sirenas somos nosotros mismos, que nos dejamos asaltar por fantasmas con voces de sirenas, como cuando somos víctimas de la embriaguez en noches de fiesta. En Il canto delle Sirene Francesco de Gregori nos aconseja no prestar atención a las sirenas, a las distracciones y relatos edulcorados que nos ocultan la verdad.

Interesante es el análisis que la autora hace de la canción Alfonsina y el mar (letra de Félix Luna y música de Ariel Ramírez, 1969), que Cristina Branco incorpora a su álbum Ulisses. Dentro de él la canción gana un nuevo significado: el suicidio de Alfonsina atraída por el mar como si fuera el canto de las sirenas. En la canción se encuentran ecos del episodio homérico; pero, frente al caso de las sirenas felizmente sorteadas en la Odisea, aquí Alfonsina no vuelve, no hay reencuentro.

Nausícaa y Penélope

La evolución de Ulises en su relación con las mujeres recorre cuatro fases: Circe –amor pasión- Calipso –amor-, Nausícaa -amor platónico imposible- y Penélope -amor conyugal-. Elies recoge esta evolución en su álbum “La luz de Itaca”, en el que le dedica una canción a cada una de ellas, representantes de los tipos de amor señalados. La autora analiza la compleja intertextualidad de estas canciones con alusiones a Angelus Silesius, Dante, Salvador Espriu y versos del soneto V de Garcilaso empapados de ideas platónicas. Nausícaa se presenta aquí como la Isabel Freire de Garcilaso y la Beatriz de Dante.

Polifemo

En este episodio encontramos la más famosa demostración de la astucia de Ulises, su genial engaño lingüístico. Esta escala es la que más huella ha dejado en la posteridad a causa de su humor.

Dos cantautores, Elies (Polifemo) y Capossela (Vinocolo, vino+monóculo), se han inspirado en el texto homérico; las dos canciones están muy apegadas a él, pero con cambio de narrador y en consecuencia cambio de tono y de intención. Elies sustituye a Ulises como narrador por uno de sus compañeros supervivientes, que se dirige a Ulises. Vinicio Capossela adopta el punto de vista del cíclope caníbal.

La autora dedica también dos capítulos a La visita al Hades y al Aedo. En ellos siguen siendo Elies y Capossela los cantautores que le han dedicado canciones a Tiresias y a los aedos que aparecen en La Odisea.

En las CONCLUSIONES Dolores Castro subraya, sobre todo, la rica alusividad y la compleja intertextualidad presente en las canciones de autor, que en este aspecto no difieren de la poesía escrita en la corriente literaria de la tradición clásica.  A su audiencia no se le exige menos cultura  que la que se exige a los lectores de ese tipo de poesía.

El libro cierra con un interesante EPILOGO de Manuel Gil Rovira sobre el género “canción de autor”, en la historia literaria, en relación con otros géneros y en el lugar y función social que ocupa. Tenemos dudas sobre la posición de este capítulo en el libro, porque quizás al lector desconocedor de este género le habría venido bien leerlo al principio. Valga esta observación para que quien lo desee empiece por el final.

Recomendamos este libro que merece la pena por su novedad y por el rigor y exhaustividad con las que se ha llevado a cabo. Nos habría gustado contar con la música en un CD adjunto, pero puede que esto sea ya ocioso puesto que Internet nos ofrece recursos para escucharla.

Rosario Cortés Tovar

Like a rolling stone

Algunas formas y costumbres de la antigüedad clásica, como el orden jónico o el fascismo, han mostrado una obstinada reticencia a desaparecer. Entre las pervivencias más o menos inocuas se encuentran algunos proverbios que, como recogió Alba Boscá en dos entradas de este blog (aquí y aquí), han sabido camuflarse camaleónicamente en los refraneros de las lenguas modernas. Una de ellas, en una de sus múltiples variantes latinas, es saxum uolutum non obducitur musco, cuya traducción castellana es algo como «roca movediza, nunca moho cobija», con esa rima fácil que funciona tan bien en los dichos populares y tan mal en los poetas cargantes.

En ocasiones su autoría se adjudica a Publilio Siro, un completo desconocido para muchos de nosotros, pero que debió de ser en su momento uno de los autores de mimos más relevantes, una suerte de César en harapos tras conseguir que, de acuerdo con algunas anécdotas transmitidas, el tirano que cruzó el Rubicón retirase su favor a Décimo Laberio, su principal competidor; de acuerdo con la Crónica de Eusebio en la recensión de Jerónimo, Publilio, tras la muerte de Laberio, Romae scena tenet.

La imagen está tomada del ejemplar del Chronicon que guarda la Biblioteca General Histórica de la Universidad de Salamanca

Ciertamente, si se quiere forzar una paternidad putativa, la colección de sentencias descontextualizadas de Publilio Siro, del que apenas conocemos el lenguaje que usó, ofrece una oportunidad perfecta. Difícilmente un par de frases pueda captar tan bien la situación actual de respetuosa incomprensión como las que Michael David Reeve colocó al comienzo de su capítulo sobre Publilio en Text and transmission:

Why the mimes of the Syrian Publilius swept audiences of the late Republic off their feet might be easier to say if more had come down to us than two fragments quoted by grammarians and a collection of one-line maxims in senarii and septenarii. No doubt citiziens too snooty to be caught enjoying light entertainment declared their admiration for the maxims, as in later generations the two Senecas and Gellius did.

La recepción de Siro no está lejos del “Marcial moralizado”, esos extraños pastiches que convierten a Marcial en una suerte de filósofo estoico. Como tantos otros textos grecolatinos, la editio princeps como tal de las sententiae de Publilio se debe a la cuidadosa edición de Erasmo, quien ciñó el corpus a algo más de doscientas máximas entre las que, por supuesto, no se encontraba ya saxum uolutum non obducitur musco.

La imagen corresponde al mínimo ejemplar de la Biblioteca General Histórica, de 1550; la editio prínceps es de 1514.

 Lo cierto es que de todas las ediciones impresas que he podido consultar (sin ser muchas, sí demasiadas) con las Sententiae, desde el 1475 (los prouerbia de la editio princeps napolitana de Séneca) hasta el 1897 (la edición de Meyer, que era la canónica hasta hace poco), solo he hallado la inclusión de saxum uolutum non obducitur musco en la obra de Théophile Baudement, con la forma musco lapis volutus haud obducitur, y en una traducción inglesa que claramente depende de la de Baudemunt, la de Darius Lyman de 1856, The moral sayings of Publius Syrus, a Roman slave. La referencia a la esclavitud de Publilio Siro no es casual. Lyman fue un férreo defensor de la abolición de la esclavitud y llegó a publicar en el mismo año, esto es, cinco años antes de que comenzara la Guerra Civil en Estados Unidos, Leaven for doughfaces; or, Threescore and ten parables touching slavery, un libro de fábulas morales destinado a concienciar a los norteños que pensaban que la abolición de la esclavitud iba a tener efectos casi tan nocivos sobre la economía como, por ejemplo, los que ahora algunos con un gato siamés al hombro vienen profetizando respecto a la subida del Salario Mínimo Interprofesional. El interés de Lyman en Publilio Siro parece partir del motto que adoptó la Edinburgh Review, iudex damnatur, cum nocens absolvitur, esta sí una de las sententiae de Publilio. Cuando Lyman se interesó por el autor, uno de los fundadores de la revista le confesó que ninguno de los que habían elegido la divisa había leído una línea más de Publilio Siro, lo que hace concluir certeramente a Lyman «what a reputation for learning and extensive erudition a man might acquire by an apt quotation from an inaccessible author».

Si la edición erasmiana borró la autoría de Publilio sobre saxum uolutum non obducitur musco de buena parte de las colecciones posteriores, Erasmo no se olvidó del proverbio y encontró su lugar entre los Adagia, junto con la correspondiente versión griega y bajo el epígrafe de la assiduitas, un concepto que quizá algún traductor proactivo y emprendedor se sintiera inclinado a rendir con el modismo de ‘resiliencia’.

La imagen, como es habitual cortesía de Óscar Lilao, corresponde al ejemplar de los Adagia de 1530 que conserva la Biblioteca General Histórica. En las ediciones modernas corresponde con el 2374.

Con anterioridad a Erasmo encontramos el proverbio tanto en griego como en latín, pero no de manera prolija. La primera atestiguación escrita de la que he sabido se encuentra recopilada en ese extraño libro con pretensiones de barco que hizo Egberto de Lieja en el s. XI, Fecunda ratis, y cuya mayor popularidad se debe a que conserva una de las tradiciones más famosas de Caperucita Roja antes de Perrault. En la recopilación de dichos e historias clásicas y seculares que compone la “Proa” del barco, Egberto recoge: assidue non saxa legunt uoluentia muscum (182). Ya en el s. XV, el bizantino Miguel Apostolio incluía en su Συναγωγὴ παροιμιῶν: Λίθος κυλιόμενος, φῦκος οὐ ποιεῖ (10,72).

De nuevo, la imagen pertenece a un ejemplar de la Biblioteca General Histórica; en esta edición el proverbio se corresponde con 12,5 y no con 10,72 como en las ediciones más recientes.

Aunque existe la tendencia a pensar que se trata de un original griego, lo cierto es que no hay ningún argumento de peso y probablemente la propia idea de buscar un origen lachmannianamente jerarquizado de un dicho popular está condenado al fracaso. Prueba de ello es la amplitud de lenguas en las que, en época moderna y contemporánea, el dicho ha sido recopilado, como el Refranero multilingüe muestra, incluida probablemente la traducción más famosa, la inglesa: a rolling stone gathers no moss.

Más allá de su relevancia para la erudición paremiológica, su impacto en ese marco cada vez más esquivo, el de la cultura popular, es imponderable. De la mano de Muddy Waters, el “jefe” del blues de Chicago, el “Catfish blues” que llevaba sonando probablemente desde los ’20 del siglo XX, si no antes ―aunque algunos de los versos se pueden documentar veinte años antes, la primera grabación se atribuye a Robert Petway, al que la falta casi absoluta de información biográfica ha querido metamorfosear en una especie de misterioso trotamundos―, se convierte en “Rollin’ stone”, una de sus canciones más significativas. A partir de ahí, la historia es más conocida.

En 1961 un grupo de jóvenes aficionados al blues de Chicago, la mayoría de los cuales había ido a las mejores escuelas, empezó a reunirse para tocar y, de manera escasamente original, decidieron llamarse The Blues Boys. Cuando un año después la formación varió y empezaron a actuar de manera semiprofesional, se vieron en la necesidad de buscar un nuevo nombre que, en homenaje a Muddy Waters y siguiendo la línea de escaso esfuerzo imaginativo, no fue otro que The Rollin’ Stones.

Un flyer de los primeros conciertos de The Rolling Stones, con la variante original; como diría un conocido y estimado estacionario, «un incunable».

La expresión inglesa conocería una segunda vida cuando en 1965 Bob Dylan publicó “Like a rolling stone”, marcando su transición a un sonido eléctrico que no fue muy bien acogido por algunos de los puristas del folk; se trata probablemente de la controversia más estéril y exasperante que afectó a Dylan hasta que le concedieron el Nobel. No se puede saber con certeza si se trató de una sátira del círculo de Warhol ―algunos han señalado incluso, con poco o nulo fundamento, que estaba inspirada por Edie Sedgwick, la femme fatale de la Velvet Underground―, pero lo cierto es que por tal lo tomaron ellos; en puridad, pocas cosas habría de las que esa corte de narcisistas de The Factory no se considerase el epicentro. El éxito de la canción fue inmediato y, junto con la canción de Muddy Waters, terminó por decidir el nombre de una nueva publicación que vería la luz un par de años después, en 1967, y que acabaría convirtiéndose en uno de los anales de los nuevos movimientos culturales, la famosa revista Rolling Stone. Tratando de saldar su deuda y con todo el descaro del mundo la revista Rolling Stone, imagino que sin volverse para ver los ceños fruncidos, ha declarado en un par de ocasiones el “Like a rolling stone” de Dylan como “la mejor canción”.

Existe una infinidad de covers, incluida una algo curiosa de Mick Ronson, una de las “arañas de Marte”, y que contó con la colaboración de David Bowie. Sin embargo, probablemente la versión más conocida es, precisamente, esa otra, bastante sosa, de The Rolling Stones, que, según creo, apareció por primera vez en los directos de Stripped. De hecho, incluso hay un directo del ’98 en Argentina, musicalmente pésimo pero divertidísimo, en el que Bob Dylan canta riéndose ―probablemente la única persona a la que la situación le divierta más que a Ronnie Wood― algo parecido a su versión mientras Jagger lo mira de soslayo y trata de sincronizarse, pasando del terror al enojo.

Mucho más interesante, la grabación de Muddy Waters atrajo la atención de ese músico tan increíblemente dotado que se esfumó cuando Jimi Hendrix abusó por última vez de los barbitúricos. Primero grabó su “Catfish blues”, que serviría de base para dos de las piezas de un disco perfecto como es Electric Ladyland, el tercero y último de The Jimi Hendrix Experience y en el que, curiosamente, se incluyó una versión de Dylan, su “All along the watchtower”. Descendientes del “Catfish blues” son tanto su “Voodoo Child (slight return)”, una de sus canciones más conocidas, como “Voodoo Chile”, cuya grabación le precedió en un día ­―se escuchan las voces en el estudio― y que está mucho más apegada al blues. Una semana antes de que se publicara Electric Ladyland, la Jimi Hendrix Experience dio tres conciertos en la célebre Winterland Ballroom de San Francisco. Entre el material en directo que ha sido continuamente reditado y publicado se encuentra una interpretación del ‘Like a rolling stone’ que conscientemente recupera un sonido más blues y que, con esa rara virtud de todas las versiones de Hendrix o Cash, supera al original. No era la primera vez que se grababa ya que en el Montery Pop Festival de 1967 tocaron, de una manera algo distinta, también “Like a rolling Stone”.

Pasada ya la resaca sentimental de la visita a Madrid de lo que queda de los Rolling Stones, un viejo adagio cuyo pasado latino es invisible ahora es una excusa tan buena como otra para escuchar… a Muddy Waters o Jimi Hendrix.

Diego Corral Varela


Presentación del buscador de paratextos de la Biblioteca de Ediciones de Clásicos Latinos en el Renacimiento (BEClaR)

Begoña Alonso Monedero nos envía la convocatoria de la presentación del buscador de paratextos de la Biblioteca de Ediciones de Clásicos Latinos en el Renacimiento (BEClaR), destinada a profundizar en el conocimiento de esta tradición impresa en los siglos XV y XVI. Tendrá lugar en el Salón de Actos de la Biblioteca Nacional de España el miércoles 22 a las 18.30. La entrada es libre hasta completar el aforo y además se retransmite en directo.

Reproducimos el texto que acompaña a la convocatoria:

«Las ediciones de los clásicos latinos impresas en el Renacimiento constituyen un fascinante patrimonio editorial de gran valor histórico, cultural y textual, en el cual convergen perspectivas de estudio tales como la historia del libro, la bibliografía material, la transmisión y crítica de la obras clásicas así como la recepción cultural del legado antiguo.

Entre los recursos desarrollados por BECLaR se encuentran las bases de datos en abierto sobre el acervo de ediciones impresas en talleres hispanos: del Corpus de Incunables de Clásicos Latinos en España (CICLE) y el Corpus de Ediciones de Clásicos Latinos en España (CECLE, cuya primera fase, 1501-1550, está disponible).

En este acto se presentará una nueva herramienta que enriquece sensiblemente el potencial de estas bases de datos: un buscador de paratextos, integrado dentro de CICLE y de CECLE. Su importancia reside en que los paratextos ofrecen información muy valiosa para reconstruir múltiples aspectos del contexto histórico y cultural de estas ediciones. Esta nueva herramienta permite conjugar diversos criterios de búsqueda con el fin de extraer información sobre una amplia tipología de paratextos de estas ediciones proporcionando indicios de primera mano de las formas de recuperación de la literatura clásica en el Humanismo y el Renacimiento.

El buscador de paratextos se ha desarrollado gracias al proyecto «Las ediciones de los clásicos latinos en el Renacimiento: tipología de los paratextos y su integración en la base de datos de BECLaR”, financiado por la Fundación BBVA a través del Programa Logos de ayudas a la investigación en Estudios Clásicos.

Participan en el acto: Mercedes Fernández Valladares (Catedrática UCM), Ana Moure Casas (Catedrática Emérita UCM), Laura Alba Juez (Vicerrectora de Internacionalización, UNED), Antonio Moreno Hernández (Catedrático de Filología Latina, UNED), Rosa Díaz Burillo (UNED), Irene Villarroel Fernández (UNED), Manuel Ayuso García (UNED), Rocío Giménez Zálvez (UNED): Elvira Rodríguez Martín (UNED), Adelaida Caro (BNE) y Rocío Blasco (BNE).

Edipo, Juan José Millás y la realidad

Esta columna, titulada «Edipo», de Juan José Millás se publicó en El País el viernes 17 de junio de 2022:

Debe de ser magnífico estar de acuerdo con el mundo y juro que tengo la mejor disposición para que eso suceda. Salgo de la cama de un salto, me aseo canturreando un himno, desayuno bien, para hacer frente a la jornada, y no tomo café, sólo té verde, que es anticancerígeno y antioxidante, además de un excelente remedio contra la depresión y la resaca. Nadie me puede acusar de falta de buena voluntad, en fin. Pero luego llego a la Gran Vía de Madrid y desde la boca del metro hasta el portal de la SER, donde trabajo los domingos, tropiezo con cuatro o cinco personas que han dormido en la calle. No han podido saltar animosamente de la cama. No han podido ducharse canturreando un himno. No han podido desayunar proteínas e hidratos, y su mayor preocupación ahora es dónde encontrar una cafetería, un bar, un establecimiento en el que les permitan orinar y lavarse la cara.

Ahí empieza a quebrarse mi principio de acuerdo con la realidad. ¿Soy un flojo? Sin duda, pero es que para llevarse bien con el mundo no basta con ser fuerte: me temo que hay que ser un héroe. Hace unos meses estuve en Bruselas, donde vi una cantidad asombrosa de mendigos. Familias enteras durmiendo (o intentándolo) bajo el frío del corazón de Europa. Cuando digo “familias enteras” quiero decir parejas con bebés o criaturas de cuatro o cinco años que lamían una barra de pan duro para ablandarla y para que les durara más. Me hallaba yo en un proceso de reconciliación con el mundo, pero me levanté de la mesa de negociación y abandoné la sala dando un portazo. Creo que el mundo ni se inmutó.

Ahora bien, no cejo en mi empeño. Quero llevarme bien con la realidad. Es algo que me debo. Pero cuanto más me acerco a ella, a la realidad, más se aleja ella de mí. Tal vez si me arrancara los ojos, como Edipo, al descubrir que había llegado al sitio del que huía…

Juan Valera, aprendiz de helenista

Sí, hablamos de Juan Valera, el autor de Pepita Jiménez o de Doña Luz. Durante el otoño de 1879, retirado en su finca de Cabra, tradujo Dafnis y Cloe, de Longo, que publicó con una Introducción y notas propias en enero de 1880, bajo el pseudónimo de Un aprendiz de helenista. Puedes consultar la edición digitalizada de 1886 en la Biblioteca Digital Hispánica.

Además tuvo el proyecto de traducir a otros autores griegos, como Homero (la Odisea), Hesíodo (la Teogonía) o las siete tragedias de Esquilo, estas últimas en colaboración con Menéndez Pelayo, proyecto que, finalmente, llevó a cabo solo este último.

Si queréis saber más sobre la cultura clásica de Valera os remitimos a la biografía publicada por Pilar Hualde Pascual (2010) en la página Catalogus Philologorum Classicorum. De ahí hemos extraido el siguiente párrafo:

«Por lo que respecta a su obra cumbre, Pepita Jiménez (1874), tiene en ella especial relevancia la influencia virgiliana, tanto en los ecos campestres de Bucólicas y Geórgicas, como en la reproducción del motivo del encuentro de Dido y Eneas en la Eneida. Del resto de la poesía latina se puede destacar la presencia del pensamiento poético de Horacio acerca de la vida retirada, tan indisociable del de nuestro Fray Luis de León, la influencia de Ovidio, en la recreación del episodio de Filemón y Baucis, sin olvidar a Catulo, por quien nuestro autor manifiesta especial querencia. Por la parte griega, aparte de la influencia evidente y confesada de su admirado Longo y de alguna referencia puntual a Jámblico, no podemos olvidar los ecos del Hipólito de Eurípides, en el que se inspiran irónicamente algunas escenas de Pepita Jiménez. Finalmente, y pasando a un género tan afín a la novela como es la historia, Jenofonte ocupa un lugar relevante dentro de las referencias a la literatura clásica presentes en Pepita Jiménez, pues con él se nos va a ilustrar el papel que el «yo» del narrador debe ocupar en la historia. En el resto de su obra aparecen, asimismo, numerosas referencias a los clásicos: Homero, especialmente querido por nuestro autor, aparece con frecuencia citado en sus epistolarios e incluso en sus novelas, donde no se priva de incluir la paráfrasis de algún texto de la epopeya homérica, y Platón y Luciano también se dejan ver en su obra epistolar. Aparte de los significativos ecos de los grandes clásicos griegos y latinos es sus obras más conocidas, es reseñable que escritos de Valera mucho menos famosos, como su cuento Parsondes,
o incluso obras inconclusas como Lulú, Princesa de Zabulistán o Zarina se han basado en relatos de la Historia Universal de Nicolás de Damasco y en un fragmento de Ctesias, lo que supone un conocimiento por parte de nuestro autor de textos de autores griegos muy específicos y poco conocidos, hecho singular en el panorama literario de la España del siglo XIX.»

A este particular Agustín Ramos Guerreira nos anima a reivindicar a Valera también en el territorio de la lingüística, si no como lingüista dedicado, al menos como lúcido aficionado a ello. El profesor Ramos señala lo siguiente: «Valera tiene el mérito de haber usado por primera vez en español (a la luz de los datos del CORDE) el término “flexión” en su acepción morfológica. Lo hizo en la Contestación al discurso de Recepción de don Francisco de Paula Canalejas en la Real Academia Española el 28 de noviembre de 1869; pero lo más llamativo de ese discurso, que llevaba por título Leyes que presiden a la lenta y constante sucesión de los idiomas en la historia Indo-europea, es una especie de visión anticipada de la idea de gramaticalización que tradicionalmente se atribuye a Meillet, aunque hubo otros atisbos previos que no hacen aquí al caso». Y nos facilita la cita de Valera por si a alguien le parece exagerada su intuición:

«Juzgando, pues, que toda desinencia, por donde viene a modificarse el valor de una palabra y a convertirse en otra palabra derivada, tuvo un valor por sí en un principio, hay que convenir en que la mayor parte de las lenguas tuvieron en su origen el carácter elemental o monosilábico de la lengua china; en que después fueron aglutinantes, y en que, por último, vinieron a ser lenguas de flexión.»

Susana González Marín

Cuidado, publicistas: la Batalla de Maratón fue en el año 490 a. C. y no en el 409

Hemos encontrado ayer este anuncio en la prensa. De nuevo, el mundo clásico utilizado para la publicidad. Hasta ahí nada nuevo, pero los publicistas deberían tener un poco más de cuidado, puesto que el anuncio contiene un error o una errata: la batalla de Maratón fue en el 490 a. C. y no en el 409.

Sirva el error de excusa para recordarnos la historia de Filípides.

Luc-Olivier Merson, Le Soldat de Marathon

Maratón se sitúa a unos 40 km. al nordeste de la ciudad de Atenas, una llanura en la que abundaba el hinojo, que le dio nombre, pues ese es el significado de la palabra márathon en griego antiguo y moderno. Allí, en el 490 a. C., se desarrolló una batalla que enfrentó a unos cuantos miles de soldados atenienses apoyados por unos 600 hombres de la ciudad beocia de Platea contra un ejército persa muy superior en número.

Según Heródoto (6.105-106), antes de la batalla, Filípides, un correo profesional, fue enviado a Esparta para pedir ayuda y llegó a esta ciudad al día siguiente, tras haber recorrido entre 210 y 240 km. No lejos de Esparta se le apareció el dios Pan prometiendo ayuda a los atenienses si le prestaban culto con más interés.

Esta versión es diferente a la de otros autores, como Plutarco (Sobre la gloria de los atenienses 3, 347c) y Luciano de Samosata (Sobre un error cometido al saludar 3), que cuentan que el corredor iba a Atenas a comunicar la victoria y, tras cubrir los 40 km. aproximadamente de la distancia, murió exhausto nada más llegar.

Si quieres saber más puedes leer el trabajo de Fernando García Romero, «La leyenda de Filípides, el corredor de Maratón, y otras historias maratonianas», en Juan Piquero Rodríguez y Jesús Quílez Bielsa (eds.), Desmontando mitos, Madrid 2017.

Susana González Marín

Julio César de moda

Jacinto Antón escribió ayer en El País (9/5/2022) sobre la popularidad actual de Julio César en el panorama de la novela histórica:

Julio César también conquista la ficción

Sabemos muchas cosas de Julio César. Que era alto pero delgado, de piel muy blanca, que sufría ataques de epilepsia (el morbus comitialis, el primero en Córdoba, según Plutarco) aunque gozaba en general de una buena salud y de una resistencia física admirable, conseguidas ambas a base de ejercicio (era un extraordinario jinete, gran nadador y marchaba a pie, inagotable, a la cabeza de sus soldados) y de una dieta frugal que incluía no beber apenas vino: Marco Catón dijo de él que fue el único hombre que se dedicó a subvertir el Estado sin darse a la bebida, que ya es frase. Suetonio nos cuenta incluso algunos detalles íntimos como que era muy meticuloso en el cuidado de su cuerpo, se hacía depilar y llevaba mal la calvicie: se peinaba desde la coronilla hacia delante para disimularla y “de todos los honores que le fueron decretados por el Senado ninguno recibió o utilizó con más gusto que el derecho a llevar continuamente una corona de laurel”. Hoy hubiera sido candidato a viajar a Turquía, aunque fue allí precisamente (en Bitinia) donde vivió de joven el episodio que más le amargó la existencia (si exceptuamos las 23 puñaladas de los idus de marzo): la relación con el rey Nicomedes que tanto dio que hablar y tanto utilizaron sus adversarios (”la flor de la edad de un descendiente de Venus se profanó en Bitinia”, le espetó sugerente Cicerón un día en el Senado).

Suetonio nos cuenta también que eso no fue óbice para que César, “proclive a los placeres sensuales”, sedujera, como un don Juan con toga, a gran número de mujeres de alcurnia casadas, entre ellas Postumia, Lolia, Tertula y Mucia (no sería por los nombres), y al menos a dos reinas, Eunoe de Mauritania y, claro, Cleopatra. Adúltero recalcitrante, parece también a tenor de lo que le cantaban sus soldados que en campaña en la Galia tiraba del sexo de pago. Valiente y “de gran experiencia en las armas”, tenía pocos escrúpulos, religiosos o de cualquier tipo. Era de natural benevolente y, por ejemplo, a los piratas que lo secuestraron y a los que les prometió que los crucificaría los colgó de la cruz al capturarlos, efectivamente, pero los hizo degollar antes para que no sufrieran.

Sabiendo todo lo que sabemos, es mucho, sin embargo, lo que ignoramos de César. Y ahí la ficción ha entrado con fuerza, uno diría casi a saco, para rellenar los huecos que nos ha dejado la historia (que sigue brindándonos excelentes ensayos como el Julio César de Patricia Southern que acaba de publicar Desperta Ferro). Ni el chismoso de Suetonio hubiera sido capaz de explicarnos la noche de bodas de Julio César y su primera mujer, Cornelia, como hace Santiago Posteguillo en su nueva novela Yo soy Roma (Ediciones B, 2022), con erección y conversación sobre sexo oral incluidas. También ha servido la ficción para ofrecernos un retrato más de carne y hueso de Julio César, del que solo poseemos las descripciones someras de los historiadores e imágenes (en estatuas y monedas) que no es seguro que le representen a él o sean realistas.

César ha sido convertido a menudo en personaje de novela histórica ―la de Posteguillo, la última, junto con la de Andrea Frediani La sombra de Julio César (Espasa, 2022), ambas inicios de series― y se le ha representado también en cine, teatro, pintura y cómic. Probablemente la representación más popular (hagan la prueba a ver cuál es la primera que les viene a la cabeza) sea la que brindaron Uderzo y Goscinny en sus álbumes de Astérix. Su César, a la vez canónico y desmitificador, sigue gozando de buena salud como se ve en el reciente álbum de la serie, Astérix y el Grifo.

Le han puesto rostro en la pantalla, entre otros, Rex Harrison ―para muchos el mejor (Adrian Goldsworthy, biógrafo de César, lo encuentra “memorable”), algo le habrá ayudado al actor haber sido capitán de la RAF― en la Cleopatra de Mankiewicz de 1963; Cameron Mitchell (de El gran Chaparral a Alesia en la nada despreciable Julio César, el conquistador de las Galias, de 1962, en la que muchos descubrimos en sesión doble quiénes eran los eduos y el ruido que hacen los proyectiles de las hondas al golpear en los cascos), John Gavin (personaje secundario en Espartaco), Louis Calhern, Claude Rains, Alain Delon, Klaus Maria Brandauer (en el biopic de su enemigo galo Vercingétorix, Druidas, 2001), Jeremy Sisto (en la serie europea de 2002) o Ciarán Hinds (la estupenda serie de HBO Roma), el único actor que ha hecho de Julio César y del explorador polar Sir John Franklin, mostrando la misma patricia altivez.

Entre las muchas ficciones históricas sobre César ―género en el que han tenido más suerte romanos menos grandes como Adriano (Yourcenar), Claudio (Graves), Juliano (Gore Vidal) o Calígula (la obra teatral de Camus)―, la mejor es seguramente Los idus de marzo de Thornton Wilder (Edhasa, 2014), que, nos dice el sabio Carlos García Gual, le encantaba a Gabriel García Márquez. Publicada originalmente en 1948, en ella se narra la conspiración, con ecos de la lucha antifascista, a través de material inventado pero muy verosímil: cartas, entradas de diarios (incluso del propio César), informes, inscripciones, grafitis… César, de Alan Massie, narrada por Décimo Bruto (el otro Bruto de la conspiración), en Martínez Roca (1999), y las dos entregas El joven César y César imperial del británico Rex Warner (Edhasa), presentadas como supuestas autobiografías, son muy interesantes; y las series de Conn Iggulden (la musculada Emperador, El Aleph) y Colleen McCullough (Señores de Roma, en Planeta, con el pájaro espino devenido águila de aquilífero) muy populares.

Valerio Manfredi, uno de los escritores más populares de novela histórica y que realizó la que probablemente sea la mejor sobre el otro gran conquistador de la Antigüedad (con el que César quería compararse), Alejandro, en tres tomos, es autor de una curiosa novela cesariana titulada también Los idus de marzo (Grijalbo, 2009), pero en la que hace el truco de prestidigitador de que César ¡no sale! Vaya escaqueo Valerio Massimo. “Es cierto, lo evité, está centrada en un centurión que trata de salvar a César de la conjura, pero llega tarde”, ríe al otro lado del teléfono Manfredi, que aún sufre las secuelas del “terrible” accidente que sufrió en 2021 al intoxicarse con una estufa y por el que pasó tiempo en coma inducido. Manfredi, que recibe de este diario con tristeza la noticia de la muerte de Mario Muchnik, su primer editor en España, y que escribe en la actualidad una novela sobre Germánico, considera que César es un magnífico sujeto literario, pero él ya tuvo suficiente con medirse con Alejandro. “Hacer novela histórica es algo muy distinto de escribir historia, y a veces mucho más complicado”, suspira. Al preguntarle a cuál de los dos prefiere, Alejandro o César, responde sin dudarlo: a Ulises, al que ha dedicado una revisión desde el género (literario). El escritor no ha leído aún Roma soy yo pero no duda de que ha de ser “muy buena”, porque “Santiago es muy bravo” y le desea lo mejor en su pulso con Julio César (la novela es la primera de seis, y concluir la serie con toda la vida del personaje le llevará al autor valenciano hasta 2032).

Posteguillo ha sentido durante años la presión de novelar la vida de César, pero hasta ahora no se había sentido capaz. “Es el número uno de Roma”, subraya, “y tienes que ir muy bien equipado histórica y literariamente, no abordas narrativamente a un personaje con tantos matices y aristas sin un enfoque muy potente y original”. El suyo ha sido arrancar con la faceta de abogado de Julio César y su primer caso; vamos, convertir a César en carne de thriller judicial. Es consciente de que el gran reto lo tiene por delante, cuando lleguen los momentos más conocidos de la vida del personaje ―conquista de la Galia, guerra civil, Cleopatra, asesinato―, y su obsesión es “no decepcionar” al relatarlos. “Hay que ir con mucho tiento y trabajar mucho para estar a la altura de las expectativas que provoca el nombre de César”, reflexiona.

En cierta manera compite no solo con los muchos que han escrito sobre Julio César (entre ellos, ¡Shakespeare!, cuyo Julio César ha dejado frases tan icónicas como las propias Alea jacta est o Veni, vidi, vici: “los cobardes mueren muchas veces, los valientes solo una”, “cuídate de los hombres delgados” o “César saldrá” ), sino con el propio César que escribió de sí mismo en sus Comentarios a la guerra de las Galias. “¡Y escribía bien!”, exclama Posteguillo, “eso lo hace aún más complicado, pero, en fin, para eso están los desafíos literarios, y en realidad me da más miedo competir con la imaginación de los lectores”. Considera que, pese a que los acontecimientos principales de la vida de César sean bien conocidos, le queda “un margen de sorpresa”. Iremos viendo.

Para Posteguillo, cuyo Roma soy yo lleva provocadoramente como subtítulo “la verdadera historia de Julio César”, tiene sentido novelizar al gran general. “Se pueden explicar cosas de la historia de manera más sencilla y atractiva; la novela histórica te permite rellenar vacíos, que son muy frustrantes, no con hechos, pero sí con hipótesis”. El escritor considera, paradójicamente, que en la novela “todo ha de tener una explicación verosímil, a diferencia de la realidad, que es a veces inverosímil”. Por ejemplo, señala que lo raro no es que asesinaran a César sino que no lo hubieran matado antes.

De las novelas históricas sobre César dice que ve “recovecos” y espacio donde construir su propio personaje. “Colleen McCullough, que me gusta mucho, rehuyó la parte bélica, por ejemplo, y eso me deja margen; mientras que a Frediani no le cae bien César, al revés que a mí, que le admiro”. Posteguillo no entra al trapo cuando se le pregunta si considera La sombra de Julio César contraprogramación de su ex editorial Planeta, aunque apunta que “no es nuevo que cuando se intuye que por alguna razón un personaje va a estar de moda se publiquen otras cosas a la vez; no me lo tomo como algo personal”. Su Julio César favorito de ficción es el de Shakespeare, y Rex Harrison en el cine. Confiesa tenerle cariño al de Astérix.

Por su parte, Andrea Frediani afirma que le encantan también los libros de Colleen McCullough, pero que en los últimos años ha escrito tantas novelas históricas que prefiere leer obras de otro tipo. “Así que no conozco las novelas de Posteguillo, Iggulden, Max Gallo o Manfredi, aunque he leído mucho en el pasado a Manfredi y es un maestro. Pero la vida de César es tan densa que siempre encuentras algo para escribir sobre él, algún elemento olvidado o dejado de lado por otros autores. Y como César era un genio, escribir sobre él es siempre un reto estimulante. Creo que la novela puede ayudarnos a conocer la psicología de César, que raramente encuentras en los ensayos y otras obras acerca de él. ¿Qué pensaba realmente?, ¿qué amaba y odiaba? Un novelista puede tratar de responder a esas preguntas”.

Para su propio enfoque, Frediani (Roma, 1963) ha elegido como hilo conductor de su novela la amistad traicionada entre César y su amigo y subordinado Tito Labieno. ¿Hasta qué punto es histórico ese recurso? “Muchos han novelado a César antes, tenía que encontrar un asunto original y descubrí que esa amistad transformada en rivalidad era una historia excelente, y que cubría casi toda la vida de César. Algo interesante no solo para los que quieren saber de Julio César sino para cualquier persona, porque el de la amistad traicionada es es un tema eterno, válido para cualquier tipo de novela. No sabemos cómo y por qué se hicieron rivales, la fuente que lo explicaba se ha perdido, así que yo tenía grandes posibilidades de crear una buena historia, con un giro que se descubrirá al final y en el que presento una nueva teoría sobre esa amistad”.

Sobre cuáles considera las películas que han captado mejor la esencia de César o han influido más en el imaginario popular, dice que cree que la mejor es la serie Roma. “Hay muchos peplums, películas de serie B que no muestran la personalidad real de César y no respetan las fuentes. Por supuesto, hay un par de filmes inspirados en Shakespeare, pero Julio César no es el personaje principal en ellos porque la trama es sobre su muerte, claro. Aunque parezca mentira, una película seria en la que César sea el personaje principal no existe. Espero que antes o después alguien use mi saga para una película o una serie televisiva”.

Incluso más que Posteguillo, Frediani da mucha importancia al aspecto militar de la vida de César. Y describe con mucha verosimilitud las batallas. Algunas escenas quedan grabadas indeleblemente en la memoria del lector de La sombra de Julio César, como el empuje letal de los legionarios contra los carros de Ariovisto o la mutilación de los cadurcos. ¿Tiene experiencia militar? “Cuando era niño los videojuegos no existían, ni tampoco muchos programas de televisión, así que un niño debía limitarse a jugar con soldaditos, y yo tenía muchísimos, porque mi padre era coronel. Crecí con el interés por la historia militar. Por tanto, fue natural que mis primeras novelas (y la saga de Dictator fue publicada en Italia en 2011) estuvieran dedicadas a grandes comandantes y grandes guerras. Siempre trato de no contar el combate de manera edulcorada sino como es de verdad, con olores y sonidos de la batalla, a la manera de lo que enseñan grandes historiadores como John Keegan o Victor Davis Hanson. Hubo una época en la que la batalla en la literatura era solo épica, ahora es tragedia humana. Escribo sobre otros aspectos, claro, no solo los militares, pero tengo contacto con grupos de recreación histórica, y los veo luchar como legionarios o gladiadores y aprendo así muchas cosas sobre las antiguas batallas. Es como una película que pasa en mi mente y la describo”.

A diferencia de muchos otros novelistas, cautivos del carisma de Julio César, Frediani no le es favorable en su retrato. ¿Responde a algo personal, a una opción narrativa, o considera que el personaje real era así? “Para el historiador, categorías como bueno o malo no tienen valor. César era ante todo un hombre extremadamente ambicioso”, responde Frediani en plan Bruto (hay que recomendarle que no viaje a Filipos). “Se consideraba semidivino, descendiente de Venus, con el derecho a usar a la gente para convertirse en el salvador de Roma. Y para salvar a Roma del declive, de incapaces senadores y de la pobreza, cualquier cosa le parecía legítima. Desde joven deseó ser como Alejandro”. Ese era un vicio común, Pompeyo se hizo llamar El Grande y, como recuerda Mary Beard en SPQR (Crítica, 2016), vestía un manto que decía que había pertenecido al macedonio y que ve a saber de dónde lo había sacado. “La prueba de que César fue arrogante y sin escrúpulos es que incluso los que ayudó a prosperar y los que perdonó tras la Guerra civil, como Bruto y Casio, le mataron”.

¿Era realmente un genio o el hombre de las circunstancias, un tipo con suerte?, ¿hasta dónde hubiera llegado sin los idus? “Quizá de no haber sido asesinado entonces hubiera sido considerado el mayor general de la historia, porque su plan era ir a conquistar el imperio parto. Pero si hubiera fallado en esa campaña, como Craso, podríamos decir que triunfó solo contra bárbaros y contra un Pompeyo en declive y no contra un imperio de verdad, y por tanto no sería un general tan relevante. No lo sabemos. Ciertamente tenía genio, con una mente muy abierta, proyectada al futuro y más rápida que la de los otros. Pero su heredero, Augusto, fue un genio mayor, porque entendió lo que César no: los romanos de la República odiaban a los reyes, si querías mandar sobre ellos debías proponerte como un coordinador, no como un autócrata”.

¿Nos interesa tanto Julio César también por los paralelismos modernos?, ¿ofrece alguna lección para hoy? “Un hombre como César puede emerger precisamente en una democracia declinante, cuando un político es capaz de alcanzar el poder con la fuerza del ejército y entonces imponerse cambiando leyes para favorecerse a sí mismo. Puedes encontrar algún César en las dictaduras, en África o Asia, y en el pasado reciente en Sudamérica o en Europa. Hay que recordar que la palabra zar deriva de césar, y que en Rusia y la Unión Soviética muchos autócratas se consideraban césares. Sin embargo, César luchaba en la batalla junto a sus hombres y hoy los jefes de Estado no acostumbran hacerlo: prefieren enviar a la gente a luchar por su ambición”.

La Roma de Pasolini

Van hacia las Termas de Caracalla

Van hacia las Termas de Caracalla
jóvenes amigos, a lomos
de Rumis o de Ducatis, con pudor
masculino y masculina impudicia,
escondiendo con indiferencia o exhibiendo
en los cálidos pliegues del pantalón
el secreto de sus erecciones…
Con el pelo ondulado, con los jerséis
de un color juvenil, surcan
la noche, en un carrusel
interminable, invaden la noche,
ellos, los maravillosos amos de la noche…

Va hacia las Termas de Caracalla,
erguido el pecho, como por las laderas
de sus nativos Apeninos, entre cañadas,
que huelen a antiguas bestias y a piadosas
cenizas de países berberiscos –ya impuro
bajo la burda boina polvorienta
y las manos en los bolsillos– el pastor emigrado
a los once años, y ahora aquí, pícaro y alegre,
con su sonrisa romana, candente todavía
de salvia roja, de higos y de olivos…

Va hacia las Termas de Caracalla
el viejo padre de familia, en paro,
que el feroz Frascati ha reducido
a una bestia estúpida, a un beato.
Lleva en el chasis la chatarra
de su cuerpo destartalado, en pedazos,
jadeante: la ropa, como un costal
que contiene una espalda algo chepuda,
dos muslos llenos sin duda de costras,
los pantalones que le revolotean bajo
los bolsillos de la chaqueta
llenos de cucuruchos grasientos. La cara
es risueña: bajo los carrillos,
sus chirriantes huesos mastican palabras:
habla solo, después se detiene
y se lía una vieja colilla,
carcasa donde toda la juventud
perdura, en flor, como un rescoldo
dentro de un lebrillo o un balde:
no muere quien nunca ha nacido.

Van hacia las Termas de Caracalla
……………………………………

Pier Paolo Pasolini, Maravillosa y mísera ciudad. Poemas romanos. Barcelona. Ultramarinos. 2022. Trad. María Bastianes y Andrés Catalán.

Reproducimos la nota de los editores:

Jean Paul Gaultier y el Satiricón de Fellini en el CaixaForum de Madrid

Tras su paso por la Cinémathèque française, el pasado 18 de febrero se inauguró en el CaixaForum de Madrid la exposición ‘Cine y Moda’, co-comisionada por el diseñador Jean Paul Gaultier, quien también es el director artístico de esta. En la muestra, que estará abierta al público hasta el día 5 de junio, se explora la fructífera relación creativa que estas dos artes, el cine y la moda, han tenido a lo largo de los años. A su vez, la propuesta enfatiza los contextos de creación de ambas disciplinas, por lo que los aspectos sociológicos en los que las piezas, tanto textiles como audiovisuales, fueron creadas permite presentar cómo estas artes han servido y representado momentos clave de los últimos años, entre los que destacan la lucha por la emancipación y los derechos de las mujeres y de colectivos marginados, como es la población LGTBIQ.

El papel de Gaultier, por tanto, no se ciñe solo al de diseñador homenajeado, del cual se exponen numerosas piezas a lo largo del recorrido, sino que se también en su faceta de comisario y director artístico, ha sido el encargado de seleccionar piezas de otros autores que, por diversos motivos, él consideraba relevantes y cuya presencia era necesaria en la muestra también para abordar esos contextos sociales a los que se acaba de hacer referencia.

Es por esto por lo que en la penúltima sala de la exposición destaca la presencia de dos de las piezas que Danilo Donati (1926-2001) creó para El Satiricón de Fellini (1969), concretamente, la pechera y corona llevadas por la bruja Enoata, interpretada por una rompedora Donyale Luna (cuya imagen también fue utilizada para alguno de los posters promocionales de la película). En palabras de Gaultier:

El Satyricon fue un gran impacto estético: un fresco deslumbrante y fantasmagórico, con un vestuario y unos decorados grandiosos que ilustraban y reinventaban la Roma de la Antigüedad. Esta película también despertó mi libido, con la inquietante escena del trío: Ascilto y Encolpio, personajes unidos por su complicidad sexual y su atrevimiento, y una esclava nubia. ¡Me acuerdo como si fuera hoy del personaje interpretado por Donyale Luna, una modelo muy famosa, altísima, negra, de ojos azules, que llevaba un conjunto sublime de muselina con velo negro, piezas de coraza y joyas de oro!

El Satiricón de Fellini, “una adaptación libre del clásico de Petronio”, según la nota de prensa promocional, fue estrenada en 1969. Con esta película Federico Fellini no tanto adapta, sino que toma como punto de partida la novela episódica de Petronio (¿? – 66 d. C.), una sátira menipea (una mezcla de géneros, tanto en verso como en prosa), que ha llegado hasta nosotros en un estado fragmentario. En ella se narran las aventuras de Encolpio y Ascilto, quienes parecen ser viejos amigos, y Gitón, un joven que es el objeto de deseo de ambos.

El hecho de que la obra de Petronio haya llegado a nosotros de manera fragmentaria, no obstante, sumado a su naturaleza por episodios, fue lo que en un primer momento inclinó a Fellini a esta novela, particularmente en sus primeras lecturas de juventud. Ya que, según él, esta condición del texto le permitía rellenar los vacíos con sus propias historias (como cita Chandler 1997: 171). Por tanto, para el Fellini ya adulto y cineasta, la estructura episódica intencional de Petronio y su no premeditado estado fragmentario se convirtieron en el perfecto vehículo para su interés en usar la estructura de la trama y la realidad como pretextos de su imaginación (ibid.), puntos de partida también para los futuros espectadores.

Además, con la particular visión de la Roma antigua aquí ofrecida, Fellini desafiaba la concepción de esta que el cine hollywoodiense, principalmente a través del género del péplum, había ofrecido durante esa misma década y que había ido fraguándose en las décadas previas (e incluso cuando el cine todavía permanecía mudo). Hablando de su Satiricón, Fellini explicó: «No existían modelos, ni cánones estéticos que copiar; cada perspectiva expresiva convencional era confusa, molesta […] ¿La vía Apia? ¿Las ruinas del Coliseo? Postales» (Fellini en Bondanella 1978: 156). Para Fellini, a pesar de tratarse de nuestra herencia, «es imposible saber cómo era realmente la vida en la antigua Roma» (Fellini en Chandler 1997: 171). Por tanto, a través de su cine de autor, subvertirá la tradición del cine épico (véase Wyke 1997: 192) que había sido trazada por Hollywood en los primeros años de esa década de los sesenta. Una manera muy visual de comprender esto es comparar el uso que se hace de los murales pintados en los finales de la Cleopatra (1963) de J. L. Mankiewicz y del propio Satiricón de Fellini (1969).

Volviendo a la exposición ‘Cine y Moda’, frente a las piezas originales de Donati se encuentran dos creaciones propias de Gaultier, que beben directamente de la inspiración del vestuario y la atmósfera de El Satiricón de Fellini y del impacto que esta obra causó en él, como sus palabras arriba citadas demuestran. Se trata de dos looks pertenecientes a la colección 50 ans de mode (50 años de moda), alta costura primavera-verano de 2020, esto es, su colección de despedida tras cincuenta años de trabajo en la industria de la moda.

El primer look, el número 72, conformado por camisa, pantalón y chaqueta de traje de algodón se completa con un corsé de metal y una corona de metal con velo de muselina negra. Complementos que evocan al personaje interpretado por Donyale Luna que había fascinado a Gaultier al ver la película. Además, el corsé cónico es una de las piezas más reconocibles y reconocidas de Gaultier, sobre todo gracias al Blond Ambition World Tour (1990) de la cantante Madonna​. A través de este corsé vemos cómo la influencia de El Satiricón de Fellini se amolda completamente al estilo Gaultier, mediante la metalización, que ya estaba presente en los complementos de Donati con los que este look también cuenta, de un elemento propio tan icónico.

El segundo look, el número 78, se compone de una camisa y un pantalón de algodón negros, con un corsé de metal, de nuevo, el elemento favorito de Gaultier de estos complementos de Donati para el vestuario de la película.

Estas piezas son, por tanto, testimonio de cómo la ruptura de Fellini con el cine épico de romanos hecho en su época no sólo supuso una revolución dentro del propio mundo del audiovisual, sino que también permeó con su influencia otro tipo de artes, como es aquí el caso de la moda ejemplificado por Gaultier. Donde esta influencia sigue estando vigente años después.

Más información acerca de la exposición, sus horarios y venta de entradas, aquí.

Finalmente, me gustaría agradecer a Guillermo Alejandro Hernández y Raúl Cortés González el haberme dado a conocer esta exposición y el hecho de haberla visitado conmigo. Y a Joan Ros Garrofé (otro diseñador de diez) por ayudarme a encontrar las imágenes del desfile 50 ans de mode.

Marta Martín Díaz

Referencias:

Bondanella, P. (Ed.) (1978). Federico Fellini: Essays in Criticism. Oxford University Press.

Chandler, C. (1997). I, Fellini. Bloomsbury.

Las fotos del desfile de Gaultier son de Alessandro Lucioni.

Wyke, M. (1997). Projecting the Past: Ancient Rome, Cinema, and History. Routledge.

Peter Singer y el Asno de Oro

Era inevitable que, justo en el momento actual, se produjera el encuentro entre Peter Singer y el Asno de Oro. Esta obra relata las aventuras de un hombre convertido en asno, y fue escrita en latín,  hacia el 180 d. C. por el escritor y filósofo Apuleyo, que procedía de la provincia romana de África.

Peter Singer es un filósofo que ha dedicado casi toda su vida a los derechos de los animales, no a los derechos humanos de los animales, como rezan ciertas caricaturas. Gracias a su labor y a la de otros muchos los parlamentos actuales han legislado sobre cuestiones de bioética que afectan a nuestras relaciones con los otros animales, obteniendo notables avances en lo que respecta  a la prohibición del maltrato animal por el hombre.  No obstante, Singer, entre otros, señala que aún se observan múltiples deficiencias a este respecto, como el sufrimiento gratuito de las corridas de toros (para hablar de algo cercano) o la producción masiva e industrial en las granjas de carne destinada al consumo humano.

Peter Singer relata en el prólogo del libro cómo llegó a sus manos la obra de Apuleyo, cómo la encontró sumamente interesante para sus preocupaciones filosóficas, sin que ello le impidiera ser enormemente divertida (sensación que comparte, añadamos, con los lectores de Apuleyo de todas las épocas), hasta el punto de preguntarse  por qué estaba tan poco difundida en el mundo de la cultura en general. Por esa razón decidió poner manos a la obra, contactó con Ellen Finkelpearl, estudiosa apuleyana bien conocida, y le pidió una  nueva traducción más adecuada a los gustos actuales para incorporarla a una edición de El Asno de Oro que llegara al gran público, en la que se pudiera observar en la práctica cuestiones de bioética y maltrato animal en una obra del Imperio Romano del siglo II d. C.

El libro, editado por Ariel, Barcelona 2022, lleva por título El Asno de Oro, Apuleyo, adaptado y editado por Peter Singer, ilustraciones de Anna y Varvara Kendel, traducción del latín de Ellen Finkelpearl y traducción del inglés de Julio Hermoso. En el breve prólogo, el adaptador se pregunta por qué no ha llegado a más público obra tan instructiva sobre el sufrimiento animal, y contesta adviertiendo que la obra, pese a ser extraordinariamente entretenida, no sólo trata del asno sino que contiene numerosas historias que no tienen que ver con él, por lo que  ha decidido suprimirlas sin más, o con unas breves líneas que hablan de su contenido. Con ello, centra el libro en el asno, sus padecimientos y divertimentos, y esa decisión editorial reduce  el tamaño del relato considerablemente. Tras la lectura de estas aventuras del asno, siguen dos estudios, uno de la especialista y traductora, Ellen Finkelpearl, que sitúa la obra de  Apuleyo en su tiempo, y otra con las reflexiones filosóficas de Peter Singer.

La decisión editorial de Singer (aparte de ciertas desventajas en las que no es pertinente poner el foco) tiene algunas ventajas indudables como es la de realzar en grado sumo algo que cualquier lector atento de Apuleyo ya había notado, a saber, la enorme crueldad que se ejercía sobre las bestias de carga, otras bestias y los esclavos, en nada diferentes de los animales, animales al fin y al cabo. Esta crueldad se advierte, por ejemplo, en la grandísima dificultad de transitar por empinadas cuestas de suelo irregular bajo el peso de cargas insoportables, que induce a los animales a preferir incluso la muerte voluntaria. El Asno de Oro siempre había sido tenida por una lectura cómica y, a veces, ciertos comportamientos del asno los veíamos bajo esta óptica, como, por ejemplo, su defensa contra los que lo atormentaban, lanzándoles rociadas de inmundicia. Sin embargo, el relato precedente a este desenlace cómico nos habla de los tormentos inusitados e injustificados que sufría el asno a manos de sus dueños. Hay en Peter Singer un minucioso catálogo de sufrimiento animal en el Asno de Oro, distinguiendo con precisión entre comportamientos sádicos de ciertos dueños, otros que son simplemente brutales y los que podemos llamar industriales, asimilables a los modernos, en los que la explotación y el mayor rendimiento animal (y no un deseo consciente de infligirle sufrimiento) es el único objetivo. Los animales comparten espacio social con los esclavos, pero el libro (y el análisis) dejan claro que la comunidad de sufrimiento no hace a los sufridores solidarios, antes bien, los lleva a descargar muchas veces las frustraciones sobre los animales, considerados inferiores. Singer culmina su estudio sobre el sufrimiento aclarando que en el artículo V de la Declaración Universal de Derechos del Hombre se prohibe infligir sufrimientos gratuitos a cualquier semejante. El autor, que tiene muy claro que los animales tienen derechos propios, pero no derechos humanos, es partidario de extender la aplicación de este artículo a los animales, pues la intención que de él se desprende es la evitación de todo sufrimiento a un ser capaz de experimentarlo, independientemente de que sea animal humano o de otro tipo.

Finkelpearl trabaja en equipo con Singer. Entiende con toda claridad lo que este le pide, una traducción que resulte legible, lo que implica  pensar en un público amplio. Buena conocedora del libro, sabe que a veces las frases rítmicas, las rimas, las aliteraciones, los arcaísmos y neologismos todos mezclados, en el supuesto de que sean traducibles, desvían demasiado la atención hacia ellos mismos como recurso, dejando en segundo plano lo que importa más, la vida de un animal. Así que toma la acertada decisión de proceder de una manera, digamos, ecléctica y antológica que, naturalmente, no se hace visible al lector primerizo del texto. Esto quiere decir que a veces se aproxima más a Apuleyo, para que el lector tenga un buen especimen de su apariencia y otras moderniza, sin importarle una fidelidad al original (si ello es posible), que en todo caso haría el texto ilegible, arcaico, de otra época. Se trata de tener un texto moderno sobre la vida de un asno, que no cocee al lector con giros de frase, léxico o circunloquios que necesiten explicación. Me parece acertado el procedimiento, el libro se lee seguido en una buena prosa, sin interrupciones, cortes o pátinas de antigüedad que se interpongan entre la historia del burro y el lector.

Diríamos que el procedimiento es similar al de Peter Singer, de hecho es el mismo a otro nivel. Singer, experto en bioética, trata de cortar lo que encuentra innecesario para presentar lo que le interesa, la vida y el sufrimiento animales, pensando en ganar en foco y en actualidad aun a costa  de perder otras gracias culturales o literarias. Por su parte, Finkelpearl es consciente de los sacrificios literarios a que el texto ha sido sometido por las opciones de Singer (que ella acepta), y renuncia a un tipo de traducción  apreciable quizás en círculos eruditos, pero que abunda en todos los idiomas cultos) en beneficio de una legibilidad que para mi gusto consigue con creces.

Singer y Finkelpearl explican que la actitud en la Antigüedad hacia los animales no era precisamente ejemplar; recuerdan oportunamente que durante la inauguración del Coliseo se sacrificaron nueve mil animales en cien días, que (aparte de las luchas de gladiadores), esclavos condenados y cristianos eran arrojados a las fieras. También señalan que en El Asno de Oro un ladrón perece asaltado por los perros, y que los esclavos fugitivos sufren tremendas heridas por los ataques de los perros que sueltan contra ellos otros compañeros esclavos. Crueldades manifiestas como las que se leen en el libro y otros hechos similares colocan a las  bestias, junto a los esclavos, muy abajo en la sociedad antigua,

Sin embargo, en el plano filosófico, aparte de creencias como el budismo, el hinduísmo o el jainismo, todos conocen la existencia del pitagorismo (dieta vegetariana, reencarnación en animales) y  otros filósofos como Plutarco o Porfirio reflexionan sobre la posibilidad de que los animales sean seres racionales, aunque en una escala diferente de la humana. Singer señala expresamente que el Cristianismo, al hacer en el Génesis una creación separada del hombre y de los animales por parte de Dios, dotando al primero de un alma inmortal, colocó a estos en una escala más baja dentro de las categorías del ser, y no los consideró sujetos de ningún derecho, dada su carencia de un alma inmortal. Sólo el hombre estaba hecho a imagen y semejanza de Dios, los animales eran incomparables a él. Hubo que esperar a Darwin para reducir las distancias en la escala del ser.  Hoy en día los estudios de inteligencia animal y, lo que es más importante, las reflexiones sobre bioética, plasmadas en leyes, han mejorado la condición animal. Ya nadie duda de que los animales no humanos estén  dotados de capacidad de sufrimiento, inteligencia, e incluso de ese don tan preciado (añade Singer a Darwin), como es la consciencia.

Sólo el hecho de que nos permita hacer reflexiones, aun tan sumarias como las que preceden, justificaría la singularidad de la edición de Peter Singer, con una tipografía atractiva y unas magníficas ilustraciones en la edición de Ariel, aparte de la excelente versión-traducción de Finkelpearl. La traducción española de Julio Hermoso multiplica el vértigo de versiones que alejan de una originalidad textual ilusoria. El objetivo del autor era introducir el libro en un ámbito diferente de aquel en que figura habitualmente, que a él le parece muy restringido, y con esta peculiar edición parece plenamente logrado. En cuanto a Finkelpearl, muy bien conectada con estudiantes y estudiosos apuleyanos, tampoco necesita de apoyo intelectual para sus manejos con el texto y la traducción originales.

Pero es de originales de lo que quisiera terminar hablando. No conocemos el nombre completo del autor de El Asno de Oro, si Apuleyo o Lucio Apuleyo.  El título Asinus Aureus figura por primera vez en  San Agustín, en De civitate Dei, pero antes el gramático Salustio, en el año 395, deja  una subscriptio al libro IX en el que le da el título de Metamorfosis.  Esta duplicidad de títulos no nos permite afirmar si el libro circuló en la misma forma en el África romana o en otras partes del Imperio.  Si la sumamos al enigma del nombre de autor, la doble duplicidad ofrece mucho juego.

Este relato, de origen folklórico, adquirió dos versiones literarias en griego y una en latín. Por tanto, la versión apuleyana de El Asno de Oro es como mínimo (hay quien ha hablado de cinco) la tercera. Al tener entre quince y veinte historias intercaladas y un último libro religioso en vez de un final cómico, sin que la forma del que precedió a Apuleyo sea conocida a ciencia cierta, el libro que pasó de los manuscritos a la imprenta en 1467  se ha prestado siempre a importantes modificaciones: Boccaccio, Cupido y Psyche como fábula exenta, cambios de final (la Virgen María en lugar de Isis como autora del milagro). Las traducciones a las lenguas vernáculas (Firenzuola, la española de Cortegana, la inglesa de Adlington) son brillantes, creativas y, lo que es más importante, destinadas a un público que no sabe latín.  Más allá del Renacimiento, cada época fabrica su Asno de Oro.

Pero sin mutilar el original, se me dirá. La historia del Asno de Oro, ya desde la época del Renacimiento muestra que no existía un concepto sacral de la autoría ni del texto como un cuerpo no utilizable o manipulable por otros. Instituciones como la literatura o la cultura no podían garantizar, pues aún no existían, la propiedad intelectual del autor o la integridad del libro. Este razonamiento nos lleva a señalar por un lado, la predisposición del Asno de Oro a sufrir diversas fragmentaciones o mutilaciones según intereses estéticos o religiosos y, por otro, para decirlo en un sólo párrafo de manera más general, la interpretación de una novela no es la misma en los albores del género, con Cervantes, que ahora, con los cambios que ha experimentado el concepto de ser humano (binarismo, no binarismo hablando de género no literario, sino socialmente construido). Se ha introducido el concepto de transhumanidad para hablar de las relaciones del ser humano con máquinas programadas que lo sustituyen en muchas de sus funciones, y en ese nuevo contexto es lógico plantear la relación del hombre con otros animales no humanos. Una iniciativa como la de Singer-Finkelpearl parece muy adecuada para esta nueva situación cultural, porque hace más por la inserción de una obra antigua en el flujo general de la cultura y de la vida que una respetuosa observancia de la fidelidad al original, imposible ilusión de los unitarios textuales e interpretativos, que ni conocen el nombre exacto con el que el autor se presenta, el título exacto que se dió a conocer dos siglos desepués, o el texto que había tras cada título. El original siempre aparece ya interpretado siglos más tarde. Además, el Asno de Oro se remonta a otros «originales», sin que sepamos lo que puso Apuleyo en su versión del griego. De manera que Singer-Finkelpearl no son sino un avatar más de los «sufrimientos y penalidades» que la historia ha infligido al propio texto en el tejido vivo de la cultura que lo acoge.

Peter Singer usa para interpretar el Asno de Oro un código semiótico fuerte. Lo llamamos fuerte porque, al ser actual, aporta reflexiones propias de nuestra época sobre los derechos de los animales y la bioética que no existían en épocas anteriores. En su interpretación no rehúye prescindir de partes de la obra que no se adaptan a sus propósitos, aprovechándose de los análisis semióticos y deconstructivos del finales del siglo XX para prescindir del dogma de la inmutabilidad del objeto cultural, del sentido único, de la no contradicción interna. Cualquier lectura se justifica precisamente no por su respeto a nada preestablecido, sino por su originalidad y potencia. Y la de Singer es muy potente. Puede que pase, pero parece en muchos aspectos una «adquisición para siempre».

En cuanto a Finkelpearl, hay que aplaudir que haya sabido comprender hasta qué punto en este caso el contenido y la interpretación son  superiores, categorialmente, a la forma. Y por lo demás, hablando de forma, la propia historia de la novela de Apuleyo y sus antecesoras desde la Antigüedad a nuestros días  muestra una propensión a la inestabilidad formal, a la negación al cierre y el acabado definitivos, que respaldan suficientemente a la estudiosa  (por si le hiciera falta) en su manipulación del texto de Apuleyo o de su traducción.  Así que una traducción española del inglés es un digno complemento a este «rebote incensante» de lenguas,  códigos culturales y sistemas de pensamiento.

José Carlos Fernández Corte

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