Un libro más sobre la Odisea

María Dolores Castro Jiménez, Ulises y la Odisea en la canción de autor. El héroe homérico y su viaje: poesía y música

Epílogo de Manuel Gil Rovira

Guillermo Escolar Editor

El libro que presentamos hoy en Notae Tironianae no es una monografía más de tradición clásica. La llegada de Ulises y su mundo a la cultura poética y musical contemporánea rompe nuestras expectativas, sobre todo cuando leemos y vemos que la presencia de Ulises y las diversas etapas de su periplo presentes en la canción de autor no es forzada, no requiere justificaciones traídas por los pelos: Ulises, el viaje y sus peripecias, e Ítaca, su meta, están ahí como estaban en la Odisea pero transformadas por muchas lecturas y reescrituras intermedias que los poetas y músicos de la “canción de autor” han releído y reescrito desde la visión actual de Ulises, la “figura mítica que más éxito ha tenido en el imaginario y la historia de Occidente”. Los poetas y escritores de hoy, amantes de la tradición clásica, leen las obras y grandes relatos de esta tradición desde sus propias perspectivas e intereses, que son también los de sus lectores. De esta forma la continuidad se mantiene siempre viva. Además, en este caso la música pone en contacto las lecturas contemporáneas del mito con sus orígenes, pues en el relato de la Odisea eran muy importantes la oralidad y el canto. En la obra misma aparecen los cantores Femio y Demódoco y el propio Ulises, que narra sus aventuras en la corte de los feacios.

En la INTRODUCCIÓN la autora recoge la bibliografía más relevante sobre Ulises y su presencia en la literatura antigua. Asimismo, nos introduce en el género de la canción de autor con un repaso a los trabajos dedicados a su estudio, además de proporcionarnos un corpus de canciones (pp. 18-27), que después analizará y comentará detenidamente.

A continuación, aborda la primera parte principal del libro, ULISES Y LA EXPERIENCIA DEL VIAJE, donde recoge las obras literarias dedicadas al héroe desde la antigüedad, con especial atención a los autores intermediarios entre Homero y los cantautores (pp. 29-119).

 Ulises es un personaje muy versátil, “polítropos”, como dice Homero: un hombre lleno de recursos, con rasgos positivos y negativos. De acuerdo con la ambigüedad y duplicidad de su carácter tenemos dos tradiciones: la de héroe épico mentiroso embaucador, vengativo y pérfido y la del héroe resistente, modelo de la virtud y sabiduría propias del filósofo estoico, como lo ven Cicerón, Séneca y Horacio.

Estas dos facetas aparecen alternativamente en los grandes escritores intermediarios entre la Odisea y los autores modernos, que a veces las ofrecen mezcladas. Dante, Tennyson (1833), Cavafis (1911), Pascoli (1956) y Du Bellay (1558) son los más importantes, los que con Homero han inspirado a los cantautores contemporáneos. A estos les dedica la autora unas setenta páginas sorprendentes por la cantidad y calidad de las canciones.

Abre la exposición Luis Llach y su Viatge a Itaca (1975), que parte del poema de Cavafis con su canto a la esperanza y a la satisfacción de los deseos. Pero Llach le da una dimensión colectiva al individualismo de Cavafis: cambia el “tú” por el “ellos”, el singular (“ple d’aventures…”) por el plural (“plens d’aventures…”), con la intención de poner la canción al servicio de la militancia política.

Analiza canciones y álbumes de varios autores italianos: Enrico Ruggieri, Ulisse (1996); Premiata Forneria Marconi y Vincenzo Incenzo crean Ulisse (2009) un álbum que recoge las peripecias de Ulises en once escenas: la primera la de partida, “Ieri” y la última la del regreso, “Domani”. El álbum tiene una estructura cerrada formada por dos partes, en la que las canciones se corresponden para darle una coherencia al relato de un viaje, que aquí es metáfora de la vida, búsqueda de la identidad y del conocimiento: Ulises deja de ser un héroe y se convierte en un ciudadano de nuestro tiempo: “Uno in più”, “Nadie” más entre sus compañeros. En este álbum se reescribe la Odisea sin sus claves míticas, pero podemos incluir esta reescritura en la tradición clásica culta: sus creadores no son solo músicos más o menos intuitivos, son auténticos poetas.

Lo mismo podemos decir de Franscesco Guccini, que encabeza su canción Odyseus con los nombres de los poetas de los que es deudor: Homero, Dante, Foscolo, Kavafis. JC. Izoo y A. Prandi; la autora añade a Giovanni Pascoli. La formación clásica de este cantautor se percibe en la estructura de la canción, de molde clásico, y su métrica: “la canción está escrita con una mezcla de endecasílabos en ritmos yámbicos y anapésticos agrupados en estrofas (I y II, IV y V), que combina con estrofas sáficas (III y VI) para volver finalmente a los endecasílabos (en este caso una estrofa de ocho) con los que cierra el poema” (p. 81).

Elies Montxolí en su álbum La luz de Itaca (2009) recoge en diez canciones las escalas de Ulises en el mismo orden que vemos en la Odisea. Sus fuentes principales de inspiración son Homero, Cavafis y Lluís Llach. El viaje en su canción va de la oscuridad a la luz, una metáfora muy adecuada para su concepción del viaje como búsqueda de conocimiento.

En el álbum de Vinicio Caposella, Marinai, profeti e balene (2011) se encuentran siete canciones odiseicas (Vinocolo, Le Pleiadi, Aedo, Calipso, Dimmi Tiresis, Nostos y Le Sirene) inspiradas en Homero, pero también en los intermediarios Cavafis y Pascoli.

Muy interesante es la desmitificación burlesca del héroe que hace Javier Krahe en su canción “Como Ulises”. En forma de monólogo de un narrador-protagonista el cantautor se identifica con Ulises; pero más que viajar, va dando tumbos por la vida. Sólo piensa en volver a casa después de divertirse a tope, de modo que justifica su tardanza con el “veinte años no es nada” del tango “Volver”, un guiño al auditorio para convertirlo en cómplice de su ironía. La canción contiene todos los episodios de la Odisea, ni siquiera deja fuera a los dioses, pero en ella todos los personajes sufren degradación burlesca: Circe deja de ser “la de lindas trenzas” para ser “la de turbio recuerdo”. La prudente y discreta Penélope se casa para sorprender a Ulises porque “se lo dictan sus ovarios”. Krahe comparte con Ulises el ingenio, la agudeza y el humor desenfadado que choca con el origen épico del tema.

La Penélope de Joan Manuel Serrat se cruza irónicamente con “La niña de la estación” de Conchita Piquer. Adelina se convierte en una Penélope que teje sueños mientras espera en la estación el regreso de un viajante de comercio que le había jurado amor eterno. Al final se casa con el jefe de estación y se queda viuda poco después de la boda. El final de la Penélope de Serrat es más trágico, porque él vuelve tan tarde y envejecido que ella no lo identifica con la imagen alimentada durante la espera.

Otras voces y visiones de Ulises encontramos en canciones como “Itaca” de Lucio Dalla (“Itaca”), en la que los marineros presentan reivindicaciones a su señor Ulises, una lectura desde la actualidad de los problemas laborales que choca frontalmente con el carácter literario del original. A este terreno nos devuelve la canción “Le Pleiadi” de Capossela. Se trata de un diálogo sentimental a distancia entre Penélope en Ítaca, y Ulises en el mar: los dos contemplan el mismo cielo y las mismas estrellas y a su abrigo intercambian cartas imaginarias como si de una Heroida doble ovidiana se tratara.

La variedad de versiones nuevas de Ulises y su interés confirman la razón por la que los clásicos perduran: no dejan de transmitir mensajes útiles para nuestras vidas.

La segunda parte importante del libro es LA ODISEA Y LAS ESCALAS (123-201), en la que se tratan los personajes con los que se va encontrando Ulises en las escalas de su viaje y las canciones de autor dedicadas a ellos: Polifemo, Circe, el Hades, Tiresias, las Sirenas, Calipso, Nausíacaa, el aedo Demódoco en la corte de los feacios y finalmente Penélope.

Circe y Calipso, que en principio son peligrosas para el héroe pero que al final lo ayudan para que prosiga su viaje, están en el espacio intermedio entre los dioses y humanos que colaboran con el regreso de Ulises (Atenea, Alcínoo, Nausícaa y Tiresias) y los que lo obstaculizan (Posidón, el Cíclope y Las Sirenas).

Las dos son divinidades menores con poderes sobrenaturales; Homero nos las presenta cantando mientras tejen: Calipso tiene menos presencia en la literatura posterior y en general sus rasgos coinciden con los que le presta Homero. La ambigua Circe homérica pierde sus rasgos positivos en la tradición y se convierte en el prototipo literario de la maga, peligrosa y lujuriosa.

Elies se interesa por estas dos diosas en sendas canciones, Circe y Calipso, compuestas por Ángel García Galiano. Las dos están muy apegadas a los episodios homéricos y mantienen el hilo narrativo de la Odisea y el orden de las escalas.

La canción de Susanne Vega, Calipso (1978), está escrita desde el punto de vista de la ninfa. La cantautora le da voz a Calipso y sitúa la acción en el momento en el que ella decide dejar marchar al héroe, momento elegido para subrayar la soledad la diosa, la resignación y melancolía que recorre la canción en el estribillo “I let him go”.

Cristina Branco tiene dos canciones sobre ellas: Circe y Sete pedaços de vento, dedicada a Calipso. Ulises contaba en la corte de los feacios su encuentro con estas dos mujeres. Branco cambia de punto de vista y las convierte en narradoras de sus propios lances. La voz de Calipso nos presenta a una mujer alegre y espontánea, a la que podemos imaginar como mujer enamorada cuando expone su proyecto de vida. De Circe no se dice en la Odisea que se haya enamorado del héroe, pero la tradición aparece como heroína enamorada y en Cristina Branco escuchamos a una mujer muy sensual, que describe las caricias de las manos del hombre.

Las Sirenas aparecen en Homero cuando Circe advierte a Ulises contra el peligro que entrañan y después cuando el propio Ulises cuenta su experiencia con ellas.

El canto de las sirenas deleita y hechiza pero nadie dice qué cantaban. Prometen sabiduría y conocimiento, pero quien las escucha muere. Vinicio Capossela en su canción Le Sirene trata de explicar su misterio. Las sirenas somos nosotros mismos, que nos dejamos asaltar por fantasmas con voces de sirenas, como cuando somos víctimas de la embriaguez en noches de fiesta. En Il canto delle Sirene Francesco de Gregori nos aconseja no prestar atención a las sirenas, a las distracciones y relatos edulcorados que nos ocultan la verdad.

Interesante es el análisis que la autora hace de la canción Alfonsina y el mar (letra de Félix Luna y música de Ariel Ramírez, 1969), que Cristina Branco incorpora a su álbum Ulisses. Dentro de él la canción gana un nuevo significado: el suicidio de Alfonsina atraída por el mar como si fuera el canto de las sirenas. En la canción se encuentran ecos del episodio homérico; pero, frente al caso de las sirenas felizmente sorteadas en la Odisea, aquí Alfonsina no vuelve, no hay reencuentro.

Nausícaa y Penélope

La evolución de Ulises en su relación con las mujeres recorre cuatro fases: Circe –amor pasión- Calipso –amor-, Nausícaa -amor platónico imposible- y Penélope -amor conyugal-. Elies recoge esta evolución en su álbum “La luz de Itaca”, en el que le dedica una canción a cada una de ellas, representantes de los tipos de amor señalados. La autora analiza la compleja intertextualidad de estas canciones con alusiones a Angelus Silesius, Dante, Salvador Espriu y versos del soneto V de Garcilaso empapados de ideas platónicas. Nausícaa se presenta aquí como la Isabel Freire de Garcilaso y la Beatriz de Dante.

Polifemo

En este episodio encontramos la más famosa demostración de la astucia de Ulises, su genial engaño lingüístico. Esta escala es la que más huella ha dejado en la posteridad a causa de su humor.

Dos cantautores, Elies (Polifemo) y Capossela (Vinocolo, vino+monóculo), se han inspirado en el texto homérico; las dos canciones están muy apegadas a él, pero con cambio de narrador y en consecuencia cambio de tono y de intención. Elies sustituye a Ulises como narrador por uno de sus compañeros supervivientes, que se dirige a Ulises. Vinicio Capossela adopta el punto de vista del cíclope caníbal.

La autora dedica también dos capítulos a La visita al Hades y al Aedo. En ellos siguen siendo Elies y Capossela los cantautores que le han dedicado canciones a Tiresias y a los aedos que aparecen en La Odisea.

En las CONCLUSIONES Dolores Castro subraya, sobre todo, la rica alusividad y la compleja intertextualidad presente en las canciones de autor, que en este aspecto no difieren de la poesía escrita en la corriente literaria de la tradición clásica.  A su audiencia no se le exige menos cultura  que la que se exige a los lectores de ese tipo de poesía.

El libro cierra con un interesante EPILOGO de Manuel Gil Rovira sobre el género “canción de autor”, en la historia literaria, en relación con otros géneros y en el lugar y función social que ocupa. Tenemos dudas sobre la posición de este capítulo en el libro, porque quizás al lector desconocedor de este género le habría venido bien leerlo al principio. Valga esta observación para que quien lo desee empiece por el final.

Recomendamos este libro que merece la pena por su novedad y por el rigor y exhaustividad con las que se ha llevado a cabo. Nos habría gustado contar con la música en un CD adjunto, pero puede que esto sea ya ocioso puesto que Internet nos ofrece recursos para escucharla.

Rosario Cortés Tovar

Mary Beard, negacionista del humor

En un pasaje de En Nadar-dos-pájaros, novela, por cierto, para cuya definición suele aflorar la sátira menipea, Flann O’Brien, uno de mis escritores favoritos, parodia tanto la literatura pseudointelectual que simplemente acumula erudición deslavazada como a las personas que se sienten inclinadas a encarnarla. Un fragmento de la traducción de José Manuel Álvarez para Nórdica puede ilustrarlo:

Nombres cotidianos o coloquiales de sustancias químicas, comentó el señor Shanahan, crémor tártaro ― bitarto de potasio, yeso blanco ― sulfato de calcio, agua ― óxido de hidrógeno. Guardias y turnos de vigilancia a bordo de un barco: Primera guardia ―4 p.m. a 6 p.m.―, segundo turno ―6 p.m. a 8 p.m.―, tarde ―mediodía a 4 p.m.―. Paris, hijo de Príamo, rey de Troya, se llevó a la esposa de Menelao, rey de Esparta, y provocó así la guerra de Troya.

El nombre de la esposa, dijo Lamont, era Helena. El camello no puede nadar debido a la curiosa distribución anatómica de su peso, que haría que la cabeza quedase inmersa si se situase al animal en aguas profundas. La capacidad se mide en electricidad por el faradio; un micro-faradio es igual a una millonésima de faradio. Un carbunclo es una excrecencia carnosa que recuerda las barbas de un pavo. La esfragística es el estudio de los sellos grabados.

Excelente, comentó el señor Furriskey, con aquella sonrisa plácida que le congraciaba con todo el mundo que se cruzaba en su camino, pero no pase usted por alto esto, que la velocidad de la luz es in vacuo de 186.325 millas por segundo.

Algo así es el libro de Mary Beard La risa en la Antigua Roma, que está más cerca de un catálogo anticuario que de un ensayo coherente. Ve la luz en castellano este año, pero el original se publicó en 2014; sin embargo, no ha envejecido mal. Por suerte, la nula dimensión teórica juega a su favor e impide que este lapso de ocho años de investigación y actualización haya dejado desfasada una obra como esta, que, salvo por alguna interpretación microfilológica reciente, bien podría haber sido escrita treinta años antes. La traducción es en general correcta, aunque no se escapa de decisiones cuestionables (como clasificar a Zaratustra de «iraní» en lugar de «iranio» p. 48) o algunas erratas («Apaemia» por Apamea en p. 242), especialmente en las transcripciones de palabras griegas («h‘dus» p. 182, «onk‘thmos» p. 288). En ningún libro es preferible reducir el índice analítico (pp. 367-378) tal y como se ha hecho en este respecto al original inglés, pero si además se trata de uno tan variopinto y deslavazado, como es el caso, esto supone una equivocación incomprensible.

Como viene a decir la autora (p. 11-12), este libro son en realidad dos libros; por desgracia, ninguno de ellos es bueno. El germen del que parte son unas conferencias impartidas en Berkeley en 2008 y a ellas se deben los capítulos que forman la segunda parte: “El orador” (pp. 165-206), “De emperador a bufón” (pp. 207-248), “Entre lo humano y lo animal: en especial de monos y asnos” (pp. 249-292) y “El amante de la risa” (pp. 293-330). En contraste con la primera parte, estos capítulos están vertebrados generalmente sobre casos concretos, como Sobre el orador, El asno de oro o el Philogelos entre otros. Tres capítulos, de enfoque más general y redactados con posterioridad, forman el primer bloque del libro: “Algunas preguntas antiguas y modernas sobre la risa” (pp. 45-84), “La historia de la risa” (pp. 85-118) y “La risa romana en latín y griego” (pp. 119-157). A ello se suma una introducción (pp. 15-41) y un epílogo (pp. 331-335), además de algunas ilustraciones a color en las páginas centrales, la bibliografía, el menguado índice analítico y algún otro paratexto. Pese a lo que pudiera esperarse de antemano, la cantidad de anécdotas no es mayor en la segunda parte que en la primera, lo que hace de las páginas donde supuestamente debemos hallar las reflexiones teóricas o metodológicas una abrumadora cadena de ejemplos. En la práctica, un capítulo que se titule “historia de…” y que solo ofrezca muestras singulares, apenas hilvanadas, difícilmente puede cumplir con lo que se espera de una “historia”. En general, como desarrollaré más adelante, el libro exhibe ostentosamente un nulo bagaje teórico.

En cuanto a los casos de estudio de la segunda parte, el mérito es desigual. Las mejores páginas de Beard son aquellas en las que trata de manera más profunda cuestiones pequeñas y mejor acotadas, en las que la clasicista ejercita la agudeza que se le presupone para hacer que lecturas remotas en manuscritos tardíos e iconografía clásica se alineen en favor de su argumentación. Así, por ejemplo, aunque no pueda estar de acuerdo con todas sus conclusiones, la discusión que hace en las pp. 120-128 sobre los términos latinos para reír (y sonreír) es inteligente e sugestiva, como lo son algunas interpretaciones, normalmente aquellas que más se alejan del humor y la risa, y que sí conciernen a cuestiones más filológicas e historiográficas, por ejemplo, la relevancia de la risa como estructuradora de la narración en las Metamorfosis de Ovidio (pp. 219-220). Las secciones menos originales son también de las mejores: salvo por algunas divagaciones, el capítulo octavo es una buena introducción al Philogelos y, en general, la recopilación de pasajes en los que aparece de manera expresa la risa no carece de interés.

Pese a estas virtudes puntuales, la obra en su conjunto no es recomendable. En su forma actual, el libro apenas hace justicia al título y resulta algo parcial. Más importante, algunas de las fuentes que sí aparecen son infrautilizadas. No ya como texto humorístico sino como un modo de conocer los contextos en los que el humor se ejecutaba, Marcial está absolutamente desaprovechado. Prestar atención a Fortunata, la esposa de Trimalción, durante la famosa escena del banquete del Satiricón hubiera enriquecido las páginas sobre la risa de las mujeres al comienzo del capítulo séptimo (pp. 249-255). Muchos otros casos se podrían esgrimir, pero me conformaré con señalar lo contraproducente que es el desarrollo atomizado y deslavazado de lo que sobre el humor dejó escrito Quintiliano.

No obstante, todo lo anterior, tanto lo bueno como lo malo, palidece ante el problema fundamental del libro que no es otro que la alegría con la que Mary Beard abraza el obscurantismo. Reducir, como hace elegantemente S. Attardo en su reseña a la versión original, la actitud de Beard respecto al estudio del humor al mero escepticismo es brindarle la oportunidad de pasar por una posición científicamente aceptable. No es el caso.

Si después del 2020 alguien explícitamente pretendiera «inducirnos a revisar algunas de nuestras «verdades» científicas sobre el tema» (p. 53), con comillas en el original, reconoceríamos rápidamente a qué tipo de discurso nos enfrentamos. Bien, como el covid, las vacunas, la nieve o ―mi favorito― los volcanes, el estudio del humor también tiene sus negacionistas y, como en los casos previos, siempre son más de los esperados y deseados. Así puede verse en la miríada de reseñas acríticas que el libro, desde la publicación original inglesa, ha recibido por parte de periodistas, pero también académicos. Descorazonadoramente sintomático es el comienzo de la ditirámbica reseña que Kristina Milnor firma:

«I should begin this review by confessing that I have never liked scholarship on humor, ancient or otherwise. For me, the pleasure of understanding why I (or anyone) laughed is far outweighed by the pleasure of the laugh itself; I would rather enjoy the living joke than admire its dissected body. Fortunately, Mary Beard is sympathetic to this position…»

La reseña, por supuesto, es completamente inútil habida cuenta de que no solo cree erróneamente que el libro de Beard es una muestra de «scholarship on humor» sino que no parece, como dice, muy familiarizada con el tema, lo cual haría preguntarnos por qué entonces decide hacer una reseña si no supiéramos ya la respuesta.

Poco se puede llegar a saber de scholarship on humor a través de La risa en la Antigua Roma. La representación que hace de las principales familias teóricas sobre el humor, a saber, las de la superioridad, la incongruencia y el alivio (pp. 66-75), bien por desdén, bien por desconocimiento ―o por un cóctel de ambos―, no pasa de la caricatura y dudo que alguien, incluidas Beard o Milnor, pueda hacerse una idea cabal a partir de lo escrito. En la misma tendencia a la deformación, el peso que Bajtín ejerce hoy sobre el estudio del humor aparece magnificado («Bakhtin representa la sombra más reciente que pende con mayor fuerza sobre los análisis modernos de la risa y su historia» p. 103) y parece como si Mary Beard, batallando contra un fantasma, quisiera ganar una guerra que ya se decidió en los años ochenta.

De un modo más amplio, los estudios sobre el humor se le antojan, de manera totalmente contraempírica, un proyecto estéril o imposible, como no deja de consignar: no se muestra muy convencida de «la idea de que es posible (…) escribir una historia diacrónica de la risa como fenómeno social» (p. 112) o sentencia que «(e)l estudio de la risa romana es en ciertos sentidos un proyecto imposible» (p. 119). Más allá, mantiene la insoportable costumbre de clasificar los estudios vigentes y bien asentados en el campo como “simplificaciones” (entre otras, pp. 13 y 119), cuando todo su método consiste en la acumulación acrítica de datos; pareciera que de página en página Beard susurrase fake news como lo hacía Trump en las ruedas de prensa. Incluso, asoma a veces un tono de parodia burlona que no elude cierto deje de exotismo («En la biblioteca de mi universidad hay unos 150 libros en los que la palabra Risa forma parte del título publicados en inglés en la primera década del siglo XXI.» p. 66).

La incredulidad magufa ante la investigación científica sobre humor («esa intrigante tierra de nadie intelectual» p. 53), investigación que se lleva a cabo desde muy diversas áreas, aunque Mary Beard parece tener particular ojeriza contra la neurociencia (pp. 12, 54), no es tan llamativa cuando el propio concepto de humor es puesto en duda. El escrúpulo de Beard a la hora de usar no ya los estudios punteros sobre humor, sino la misma noción de humor («intrigante y cautivador» p. 75, «un término al que no nos podemos resistir, aun siendo peligroso aplicarlo al mundo antiguo» p. 175) es ―apropiadamente― ridículo y condenado desde el principio al fracaso. El negacionismo apriorístico del humor la conduce a una situación imposible de la que cree poder escapar recurriendo como señuelo a la “risa”. La risa, aunque dé algo de pudor recordarlo, es una expresión física sonora y visual. Igualar “risa” y “humor” es una confusión que nadie intuitivamente aceptaría, al menos si no se ha dejado llevar por la lectura de este libro, y que requiere un contexto específicamente académico, en el que partimos de la pretensión de autoridad por parte del emisor, para no ser descartada de entrada como el despropósito que es. Reformulando algo dicho con anterioridad, La risa en la Antigua Roma son dos libros, uno sobre la risa y otro sobre el humor, y ninguno es bueno. Además, tomar la risa como principio heurístico es peligroso, pues, como de nuevo cualquiera puede saber, hay varias situaciones frecuentes en la que la risa (como la que se suele llamar nerviosa) no tiene relación con el humor. Quede claro: un libro sobre la risa en Roma ―este no es tal― sería posible e interesante, pero su campo se encontraría cerca de los estudios sobre la gestualidad ―que para la Roma antigua existen y muy buenos―.

Cierto es que existe cierta ambigüedad terminológica en las fuentes grecolatinas clásicas respecto al humor y la risa, y no lo es menos que pueden apreciarse diferencias culturales respecto a la actualidad, pero de ello no se ha de seguir que los romanos careciesen de una noción pareja a la nuestra de humor. El tratamiento del De oratore que hace Beard es particularmente sensible a esto, ya que introduce confusiones que son fruto de su coercitiva interpretación y que no se encuentran en el texto latino ni, para ser justos, en la mayor parte de las traducciones. Puede que Cicerón no tuviera un término tan claro como el actual “humor” (probablemente ridiculum o lepor sean los más cercanos en ese diálogo), pero no se le puede hacer responsable de la pobreza conceptual de Beard: una lectura rápida puede mostrar que distingue perfectamente entre la risa como expresión sensible de aquello que puede risum mouere (Cic. De or. 2,218). Por culpa de esta proyección, el capítulo quinto, que está prácticamente dedicado por entero al fascinante texto del De oratore, es uno de los más inservibles y frustrantes.

Una analogía. Si aplicásemos los razonamientos de Beard al campo de la economía, toda investigación sobre las relaciones en las sociedades antiguas debiera de ser descartada como una excentricidad ya que no responden a la descripción capitalista posterior a Smith. Como no existe en Roma una economía industrial, lo mejor que podemos hacer es ceñir el estudio de la “economía”, ese término intrigante y cautivador, pero peligroso de aplicar al mundo antiguo, al de las monedas. Miremos las monedas, pesemos las monedas, aunque no nos dejamos llevar y acabemos haciendo un análisis químico de la aleación. Este libro no propone algo distinto respecto al estudio del humor. No creo que nadie, y en ello incluyo a la autora, esté dispuesto a admitir una situación pareja para cualquier otra disciplina o materia. Resultaría evidente que se trata de un enfoque obscurantista y acientífico, pero el campo del humor, como el de las escrituras o lenguas sin descifrar, todavía sigue siendo la pista de aterrizaje de todos los diletantes ociosos.

El único descargo teórico que la autora se permite es la obra de Simon Critchley On humour, de la que hay traducción castellana. Hay unos cuantos puntos en los cuales puedo diferir ―intensamente― de la obra de Critchley, en parte, quizá, porque partimos de enfoques radicalmente distintos y él aborda el humor desde una perspectiva filosófica perfectamente legítima. Ahora bien, incrustar las reflexiones de corte a veces fenomenológico, a veces abiertamente metafísico, de Critchley en un capítulo sobre el Philogelos da al discurso un tono alucinado; a modo de ejemplo: «eso conlleva que caigamos en las convenciones cambiantes e inestables de los números y la contabilidad» (p. 316) o «Es otro ejemplo llamativo en el que los temas repetidos y subyacentes de los chistes nos proporcionan un atisbo inesperado de algunos debates, incertidumbres y disputas que estaban arraigados en el mundo romano: en este caso, cómo funciona la aritmética y cómo diantre se puede entender lo que es un número.» (p. 317). Para saciar la curiosidad, la primera cita concierne a un chiste en el que uno pide que le compren dos esclavos de quince años y es respondido que, si no hay, le traerá uno de treinta, mientras la segunda comenta la pregunta de si una escalera tiene tantos travesaños de arriba hacia abajo como de abajo hacia arriba. Ignoro sinceramente si algún momento de la cultura romana de la Antigüedad Tardía padeció tal angustia de la aritmética, pero me cuesta creer que, en tal caso, esos chistes sean su síntoma.

Al margen de algunas afinidades de fondo con el libro de Critchley ―también sobredimensiona el peso de Bajtín, también el foco en la risa desorienta la discusión sobre el humor, también menciona obligado las tres teorías principales del humor sin tomarlas muy en serio (aunque parezca decantarse por una, si bien no queda claro que Critchley sea consciente de ello) ―, la necesidad de Beard de recurrir a On humour es el reconocimiento a la par de la necesidad de un fundamento teórico como de la negación prejuiciosa a valerse de los estudios sobre humor propios de la ciencia que practica: mal puede casar las reflexiones filosóficas, vagamente existencialistas y fuertemente somatistas, de Critchley con la pretensión de historia de la sociedad y la cultura bajo la que Mary Beard dice escribir este libro (p. 12).

Tengo la impresión de que el libro de Beard es y será particularmente apreciado por aquellos que piensan de entrada que la literatura latina es el diario de campaña de César, un misal y algún otro texto lacrimoso o bélico; ello explicaría, me temo, la excelente acogida por parte de los periodistas. De hecho, parte de la estructura del libro descansa en que la vigésima vez que un romano aparezca riéndose todavía genere sorpresa y admiración en el lector. Como estudio no solo es completamente inútil sino contraproducente. Como antología parcial, en cambio, puede tener cierto interés. Puede servir al becario de la redacción para elaborar en verano un relleno de «Diez cosas que no sabías de la risa en la antigua Roma» ―de hecho, Verne ya hizo hace algunos años algo por el estilo―, o puede inspirar el enésimo reciclaje de Irene Vallejo, una vez agote el postrero redescubrimiento de que textus es ‘tejido’ y Enheduanna antecedió a Homero, o quién sabe si no será Santiago Posteguillo, el que vislumbrará entre las anécdotas inconexas y las reflexiones superficiales una nueva serie documental que colocar a Movistar y, por qué no, a Planeta. O viceversa.

El que Mary Beard haya producido un libro tan malo, mucho peor que el exasperantemente tibio Mujeres y poder o ese cambalache de La civilización en la mirada, es una lástima de la que nos podemos recuperar y olvidar, y que desde luego no empaña su figura más que el haber aceptado el Princesa de Asturias. La recepción generalizadamente elogiosa, acrítica y desinformada de este libro, como ocurrió también con El infinito en un junco, es, en cambio, la auténtica tragedia y un flaco favor a la autora. Mary Beard no solo es una académica brillante y una mujer cuyo compromiso y coraje ha demostrado continuamente, sino que es una de las pocas defensoras de los estudios clásicos que no da vergüenza o miedo escuchar y cuyo alegato jamás ha caído en esa atroz cadena de sentimentalismo, nostalgia y fascismo. Precisamente en estos momentos, no nos podemos permitir prescindir de ella como si se tratara de otro sacacuartos disfrazado con una túnica.

Diego Corral Varela

FERNANDO LILLO REDONET: HOTEL ROMA

            El pasado mes de mayo ha aparecido en la editorial Confluencias el nuevo libro del profesor Fernando Lillo Redonet: Hotel Roma. Turismo en el Imperio Romano. Como el propio subtítulo del libro indica, se trata de un estudio sobre el turismo en época romana en el que el propio autor plantea desde el primer párrafo cuál es la intención del libro: preguntarse por las razones que impulsaban a un romano a abandonar la comodidad de su hogar y lanzarse a viajes, en ocasiones peligrosos, para visitar otros lugares, y comparar los hábitos del turista antiguo con el moderno, llegando a la conclusión, como no podía ser de otro modo, de que las diferencias entre un turista de la antigüedad y otro actual no son tantas.

            Aunque el libro es mucho más que esto. En efecto, al hacer un recorrido por los lugares de atractivo turístico en época romana, el lector repasa la mitología, la historia y las costumbres relacionadas con estos lugares. Pongamos un ejemplo. Al hablar de Olimpia y sus juegos, no sólo se nos narran infinidad de detalles y anécdotas relativos al desarrollo de los juegos con sus diferentes pruebas (costumbres), sino también datos relacionados con la mitología fundacional de los juegos (mitología), o con los personajes históricos que visitaron el lugar (historia). El libro se convierte, así, en un viaje por la geografía, historia, mitología y vida cotidiana de la antigüedad.

            Pero es que, además, las referencias a la Grecia antigua son constantes, de modo que personajes importantes de la historia de Grecia como Solón, Pitágoras, Platón, Jerjes, Temístocles, Alejandro Magno, entre otros muchos, visitan constantemente las páginas del libro, de modo que, aunque el título haga referencia al Imperio Romano, son muchas las anécdotas relacionadas con la historia, la mitología y la vida cotidiana de Grecia.

            El libro aparece dividido en seis capítulos. Todos los capítulos del libro se encuentran ilustrados con mapas en los que se sitúan los lugares que el lector visita, con documentación fotográfica interesantísima sobre los detalles más curiosos y, lo más importante, con abundantísimas citas textuales entresacadas de entre un material riquísimo de decenas de autores antiguos (tanto griegos como romanos), de textos epigráficos y papiráceos. En el capítulo primero se nos habla de los destinos turísticos más cercanos a Roma (las villas al sur de Roma y en el golfo de Nápoles) para, pasando por Sicilia, terminar con la descripción del viaje que el cónsul Paulo Emilio realizó por Grecia en el s.II a.C. Además de hacer un recorrido por las villas más lujosas de aquellos tiempos (las de Tiberio  y Adriano), se nos explican las razones por las que un romano de la época abandona Roma para descansar en una segunda residencia, razones, por cierto, que podría aducir un urbanita moderno: masificación de la ciudad, contaminación acústica que no nos deja descansar, contaminación y malos olores, condiciones poco salubres, suciedad. Hacemos un recorrido por la vida disoluta en Bayas o disfrutamos de una visita turística por Sicilia y Grecia, muy semejante esta última a la que cualquier agencia de viajes moderna podría ofrecernos en un paquete veraniego.

            El capítulo segundo está dedicado a las maravillas del mundo antiguo, incluyendo, además de las siete tradicionales, otras naturales, y la maravilla de las maravillas del mundo antiguo, Roma. Descubrimos de boca del mismísimo Plinio el joven que a los romanos les pasaba lo mismo que a nosotros: en muchas ocasiones conocemos y vistamos más las maravillas que tenemos más lejos, olvidándonos de las que se encuentran al lado de casa.

            En el capítulo tercero nos adentramos en el turismo de “peregrinación” para encontrar las tumbas, huesos y pertenencias no sólo de los héroes mitológicos de la religión grecorromana, sino también de los personajes bíblicos más admirados en el cristianismo primitivo: visitamos la ciudad de Troya, los templos donde, se decía, se conservaban el escudo y la clámide de Agamenón, las flechas de Teucro, el caldero de bronce donde fue cocido Pelias por Medea, la tumba de Deucalión…, o los Santos Lugares que cualquier turista piadoso sigue visitando hoy en día.

            El capítulo cuarto está dedicado íntegramente a Egipto, la joya del turismo en todas las épocas, también en la antigüedad. Es en este capítulo donde predomina el material epigráfico y papiráceo sobre el literario. Especialmente interesante resulta el análisis que se hace de las inscripciones (tanto en griego como en latín) encontradas en las pirámides de Giza, en una de las bases de los Colosos de Memnón o en las tumbas del Valle de los Reyes.

            Con el capítulo quinto nos adentramos en el turismo de salud. Y caemos en la cuenta de que en este campo seguimos siendo también muy clásicos. En efecto, al igual que los romanos visitamos balnearios en los que tomar las aguas y someternos a tratamientos de lodo, sauna y SPA, y visitamos santuarios religiosos cuando queremos pedir una gracia especial que pueda curar nuestra enfermedad. Lo mismo hacían los antiguos griegos y romanos. Especialmente interesantes en este capítulo son las descripciones que se hacen de los antiguos balnearios en las actuales Orense y Alange, y la explicación de los métodos curativos que se llevaban a cabo en los santuarios de Asclepio en Epidauro y Pérgamo.

            Y con esto llegamos al último capítulo, el dedicado al turismo deportivo y de espectáculo. No podía faltar en él una breve e interesantísima descripción sobre los Juegos Olímpicos y una aproximación al anfiteatro y el circo romanos, dos temas que domina ampliamente el autor.

            Hasta aquí la breve descripción sobre el contenido del libro. Ahora trataré de justificar por qué creo que este libro acabará convirtiéndose en un libro de lectura obligatoria para cualquiera que quiera abordar la temática. En primer lugar, su estilo ágil, fluido, sin estridencias hace que su lectura resulte amena; además, al reunir todas las citas y el aparato bibliográfico en estupendos índices finales, el libro carece de las tediosas notas que tanto pueden distraer al lector. Toda la información académica y erudita se puede encontrar en los índices finales.

            En segundo lugar, el aparato fotográfico y cartográfico ayuda en gran medida a situar lo que se nos describe en cada capítulo. En efecto, otra vez al final del libro se nos ofrecen ordenados por capítulos los mapas necesarios para poder localizar la gran cantidad de lugares que vamos visitando en nuestro viaje. Además, una selección muy atinada del material fotográfico nos permite hacernos una idea muy clara de aquello que se nos está describiendo.

            En tercer lugar, los cientos de pasajes que aparecen citados a lo largo del libro de autores antiguos, inscripciones y material papiráceo convierten a este libro, a nuestro entender, en la principal referencia bibliográfica en lengua española sobre el tema. Hasta la fecha no conocemos de un estudio tan completo en español y desconocemos si existe algo parecido en lengua extranjera. Sí que existe mucha bibliografía sobre el tema del viaje en la antigüedad en general (desde el fundacional de Casson, Travel in the ancient world, hasta otros más modernos, todos citados en la bibliografía final del libro), pero es más difícil encontrarla sobre un tema tan concreto como el del turismo en la antigüedad.

            En definitiva, tenemos ante nosotros un trabajo que, tanto por su rigor científico como por su amenidad, merece tenerse en las estanterías tanto del lector especialista como del menos entendido en la materia.

Ignacio-Tadeo Baciero Ruiz

Like a rolling stone

Algunas formas y costumbres de la antigüedad clásica, como el orden jónico o el fascismo, han mostrado una obstinada reticencia a desaparecer. Entre las pervivencias más o menos inocuas se encuentran algunos proverbios que, como recogió Alba Boscá en dos entradas de este blog (aquí y aquí), han sabido camuflarse camaleónicamente en los refraneros de las lenguas modernas. Una de ellas, en una de sus múltiples variantes latinas, es saxum uolutum non obducitur musco, cuya traducción castellana es algo como «roca movediza, nunca moho cobija», con esa rima fácil que funciona tan bien en los dichos populares y tan mal en los poetas cargantes.

En ocasiones su autoría se adjudica a Publilio Siro, un completo desconocido para muchos de nosotros, pero que debió de ser en su momento uno de los autores de mimos más relevantes, una suerte de César en harapos tras conseguir que, de acuerdo con algunas anécdotas transmitidas, el tirano que cruzó el Rubicón retirase su favor a Décimo Laberio, su principal competidor; de acuerdo con la Crónica de Eusebio en la recensión de Jerónimo, Publilio, tras la muerte de Laberio, Romae scena tenet.

La imagen está tomada del ejemplar del Chronicon que guarda la Biblioteca General Histórica de la Universidad de Salamanca

Ciertamente, si se quiere forzar una paternidad putativa, la colección de sentencias descontextualizadas de Publilio Siro, del que apenas conocemos el lenguaje que usó, ofrece una oportunidad perfecta. Difícilmente un par de frases pueda captar tan bien la situación actual de respetuosa incomprensión como las que Michael David Reeve colocó al comienzo de su capítulo sobre Publilio en Text and transmission:

Why the mimes of the Syrian Publilius swept audiences of the late Republic off their feet might be easier to say if more had come down to us than two fragments quoted by grammarians and a collection of one-line maxims in senarii and septenarii. No doubt citiziens too snooty to be caught enjoying light entertainment declared their admiration for the maxims, as in later generations the two Senecas and Gellius did.

La recepción de Siro no está lejos del “Marcial moralizado”, esos extraños pastiches que convierten a Marcial en una suerte de filósofo estoico. Como tantos otros textos grecolatinos, la editio princeps como tal de las sententiae de Publilio se debe a la cuidadosa edición de Erasmo, quien ciñó el corpus a algo más de doscientas máximas entre las que, por supuesto, no se encontraba ya saxum uolutum non obducitur musco.

La imagen corresponde al mínimo ejemplar de la Biblioteca General Histórica, de 1550; la editio prínceps es de 1514.

 Lo cierto es que de todas las ediciones impresas que he podido consultar (sin ser muchas, sí demasiadas) con las Sententiae, desde el 1475 (los prouerbia de la editio princeps napolitana de Séneca) hasta el 1897 (la edición de Meyer, que era la canónica hasta hace poco), solo he hallado la inclusión de saxum uolutum non obducitur musco en la obra de Théophile Baudement, con la forma musco lapis volutus haud obducitur, y en una traducción inglesa que claramente depende de la de Baudemunt, la de Darius Lyman de 1856, The moral sayings of Publius Syrus, a Roman slave. La referencia a la esclavitud de Publilio Siro no es casual. Lyman fue un férreo defensor de la abolición de la esclavitud y llegó a publicar en el mismo año, esto es, cinco años antes de que comenzara la Guerra Civil en Estados Unidos, Leaven for doughfaces; or, Threescore and ten parables touching slavery, un libro de fábulas morales destinado a concienciar a los norteños que pensaban que la abolición de la esclavitud iba a tener efectos casi tan nocivos sobre la economía como, por ejemplo, los que ahora algunos con un gato siamés al hombro vienen profetizando respecto a la subida del Salario Mínimo Interprofesional. El interés de Lyman en Publilio Siro parece partir del motto que adoptó la Edinburgh Review, iudex damnatur, cum nocens absolvitur, esta sí una de las sententiae de Publilio. Cuando Lyman se interesó por el autor, uno de los fundadores de la revista le confesó que ninguno de los que habían elegido la divisa había leído una línea más de Publilio Siro, lo que hace concluir certeramente a Lyman «what a reputation for learning and extensive erudition a man might acquire by an apt quotation from an inaccessible author».

Si la edición erasmiana borró la autoría de Publilio sobre saxum uolutum non obducitur musco de buena parte de las colecciones posteriores, Erasmo no se olvidó del proverbio y encontró su lugar entre los Adagia, junto con la correspondiente versión griega y bajo el epígrafe de la assiduitas, un concepto que quizá algún traductor proactivo y emprendedor se sintiera inclinado a rendir con el modismo de ‘resiliencia’.

La imagen, como es habitual cortesía de Óscar Lilao, corresponde al ejemplar de los Adagia de 1530 que conserva la Biblioteca General Histórica. En las ediciones modernas corresponde con el 2374.

Con anterioridad a Erasmo encontramos el proverbio tanto en griego como en latín, pero no de manera prolija. La primera atestiguación escrita de la que he sabido se encuentra recopilada en ese extraño libro con pretensiones de barco que hizo Egberto de Lieja en el s. XI, Fecunda ratis, y cuya mayor popularidad se debe a que conserva una de las tradiciones más famosas de Caperucita Roja antes de Perrault. En la recopilación de dichos e historias clásicas y seculares que compone la “Proa” del barco, Egberto recoge: assidue non saxa legunt uoluentia muscum (182). Ya en el s. XV, el bizantino Miguel Apostolio incluía en su Συναγωγὴ παροιμιῶν: Λίθος κυλιόμενος, φῦκος οὐ ποιεῖ (10,72).

De nuevo, la imagen pertenece a un ejemplar de la Biblioteca General Histórica; en esta edición el proverbio se corresponde con 12,5 y no con 10,72 como en las ediciones más recientes.

Aunque existe la tendencia a pensar que se trata de un original griego, lo cierto es que no hay ningún argumento de peso y probablemente la propia idea de buscar un origen lachmannianamente jerarquizado de un dicho popular está condenado al fracaso. Prueba de ello es la amplitud de lenguas en las que, en época moderna y contemporánea, el dicho ha sido recopilado, como el Refranero multilingüe muestra, incluida probablemente la traducción más famosa, la inglesa: a rolling stone gathers no moss.

Más allá de su relevancia para la erudición paremiológica, su impacto en ese marco cada vez más esquivo, el de la cultura popular, es imponderable. De la mano de Muddy Waters, el “jefe” del blues de Chicago, el “Catfish blues” que llevaba sonando probablemente desde los ’20 del siglo XX, si no antes ―aunque algunos de los versos se pueden documentar veinte años antes, la primera grabación se atribuye a Robert Petway, al que la falta casi absoluta de información biográfica ha querido metamorfosear en una especie de misterioso trotamundos―, se convierte en “Rollin’ stone”, una de sus canciones más significativas. A partir de ahí, la historia es más conocida.

En 1961 un grupo de jóvenes aficionados al blues de Chicago, la mayoría de los cuales había ido a las mejores escuelas, empezó a reunirse para tocar y, de manera escasamente original, decidieron llamarse The Blues Boys. Cuando un año después la formación varió y empezaron a actuar de manera semiprofesional, se vieron en la necesidad de buscar un nuevo nombre que, en homenaje a Muddy Waters y siguiendo la línea de escaso esfuerzo imaginativo, no fue otro que The Rollin’ Stones.

Un flyer de los primeros conciertos de The Rolling Stones, con la variante original; como diría un conocido y estimado estacionario, «un incunable».

La expresión inglesa conocería una segunda vida cuando en 1965 Bob Dylan publicó “Like a rolling stone”, marcando su transición a un sonido eléctrico que no fue muy bien acogido por algunos de los puristas del folk; se trata probablemente de la controversia más estéril y exasperante que afectó a Dylan hasta que le concedieron el Nobel. No se puede saber con certeza si se trató de una sátira del círculo de Warhol ―algunos han señalado incluso, con poco o nulo fundamento, que estaba inspirada por Edie Sedgwick, la femme fatale de la Velvet Underground―, pero lo cierto es que por tal lo tomaron ellos; en puridad, pocas cosas habría de las que esa corte de narcisistas de The Factory no se considerase el epicentro. El éxito de la canción fue inmediato y, junto con la canción de Muddy Waters, terminó por decidir el nombre de una nueva publicación que vería la luz un par de años después, en 1967, y que acabaría convirtiéndose en uno de los anales de los nuevos movimientos culturales, la famosa revista Rolling Stone. Tratando de saldar su deuda y con todo el descaro del mundo la revista Rolling Stone, imagino que sin volverse para ver los ceños fruncidos, ha declarado en un par de ocasiones el “Like a rolling stone” de Dylan como “la mejor canción”.

Existe una infinidad de covers, incluida una algo curiosa de Mick Ronson, una de las “arañas de Marte”, y que contó con la colaboración de David Bowie. Sin embargo, probablemente la versión más conocida es, precisamente, esa otra, bastante sosa, de The Rolling Stones, que, según creo, apareció por primera vez en los directos de Stripped. De hecho, incluso hay un directo del ’98 en Argentina, musicalmente pésimo pero divertidísimo, en el que Bob Dylan canta riéndose ―probablemente la única persona a la que la situación le divierta más que a Ronnie Wood― algo parecido a su versión mientras Jagger lo mira de soslayo y trata de sincronizarse, pasando del terror al enojo.

Mucho más interesante, la grabación de Muddy Waters atrajo la atención de ese músico tan increíblemente dotado que se esfumó cuando Jimi Hendrix abusó por última vez de los barbitúricos. Primero grabó su “Catfish blues”, que serviría de base para dos de las piezas de un disco perfecto como es Electric Ladyland, el tercero y último de The Jimi Hendrix Experience y en el que, curiosamente, se incluyó una versión de Dylan, su “All along the watchtower”. Descendientes del “Catfish blues” son tanto su “Voodoo Child (slight return)”, una de sus canciones más conocidas, como “Voodoo Chile”, cuya grabación le precedió en un día ­―se escuchan las voces en el estudio― y que está mucho más apegada al blues. Una semana antes de que se publicara Electric Ladyland, la Jimi Hendrix Experience dio tres conciertos en la célebre Winterland Ballroom de San Francisco. Entre el material en directo que ha sido continuamente reditado y publicado se encuentra una interpretación del ‘Like a rolling stone’ que conscientemente recupera un sonido más blues y que, con esa rara virtud de todas las versiones de Hendrix o Cash, supera al original. No era la primera vez que se grababa ya que en el Montery Pop Festival de 1967 tocaron, de una manera algo distinta, también “Like a rolling Stone”.

Pasada ya la resaca sentimental de la visita a Madrid de lo que queda de los Rolling Stones, un viejo adagio cuyo pasado latino es invisible ahora es una excusa tan buena como otra para escuchar… a Muddy Waters o Jimi Hendrix.

Diego Corral Varela


Presentación del buscador de paratextos de la Biblioteca de Ediciones de Clásicos Latinos en el Renacimiento (BEClaR)

Begoña Alonso Monedero nos envía la convocatoria de la presentación del buscador de paratextos de la Biblioteca de Ediciones de Clásicos Latinos en el Renacimiento (BEClaR), destinada a profundizar en el conocimiento de esta tradición impresa en los siglos XV y XVI. Tendrá lugar en el Salón de Actos de la Biblioteca Nacional de España el miércoles 22 a las 18.30. La entrada es libre hasta completar el aforo y además se retransmite en directo.

Reproducimos el texto que acompaña a la convocatoria:

«Las ediciones de los clásicos latinos impresas en el Renacimiento constituyen un fascinante patrimonio editorial de gran valor histórico, cultural y textual, en el cual convergen perspectivas de estudio tales como la historia del libro, la bibliografía material, la transmisión y crítica de la obras clásicas así como la recepción cultural del legado antiguo.

Entre los recursos desarrollados por BECLaR se encuentran las bases de datos en abierto sobre el acervo de ediciones impresas en talleres hispanos: del Corpus de Incunables de Clásicos Latinos en España (CICLE) y el Corpus de Ediciones de Clásicos Latinos en España (CECLE, cuya primera fase, 1501-1550, está disponible).

En este acto se presentará una nueva herramienta que enriquece sensiblemente el potencial de estas bases de datos: un buscador de paratextos, integrado dentro de CICLE y de CECLE. Su importancia reside en que los paratextos ofrecen información muy valiosa para reconstruir múltiples aspectos del contexto histórico y cultural de estas ediciones. Esta nueva herramienta permite conjugar diversos criterios de búsqueda con el fin de extraer información sobre una amplia tipología de paratextos de estas ediciones proporcionando indicios de primera mano de las formas de recuperación de la literatura clásica en el Humanismo y el Renacimiento.

El buscador de paratextos se ha desarrollado gracias al proyecto «Las ediciones de los clásicos latinos en el Renacimiento: tipología de los paratextos y su integración en la base de datos de BECLaR”, financiado por la Fundación BBVA a través del Programa Logos de ayudas a la investigación en Estudios Clásicos.

Participan en el acto: Mercedes Fernández Valladares (Catedrática UCM), Ana Moure Casas (Catedrática Emérita UCM), Laura Alba Juez (Vicerrectora de Internacionalización, UNED), Antonio Moreno Hernández (Catedrático de Filología Latina, UNED), Rosa Díaz Burillo (UNED), Irene Villarroel Fernández (UNED), Manuel Ayuso García (UNED), Rocío Giménez Zálvez (UNED): Elvira Rodríguez Martín (UNED), Adelaida Caro (BNE) y Rocío Blasco (BNE).

Libros de pegatinas para niños aficionados al mundo clásico

Carmen Hinojo nos envía este libro de pegatinas para niños, Latin Words Sticker Book, de la editorial Usborne. Se trata de una edición en inglés aunque puede usarse sin problema para niños de otras lenguas. El libro presenta varias ilustraciones a doble página de distintos escenarios, la ciudad de Roma, las vías romanas, la casa, una fiesta, los baños, el campo y un campamento romano. En cada página hay una serie de palabras latinas, de las que se señala el género entre paréntesis; en las páginas centrales están las pegatinas correspondientes que deben situarse en el lugar correcto.

On the Road

En total ofrece unas 90 palabras.

En la página de la editorial hemos comprobado que en español han editado otros cuadernos de pegatinas sobre el mundo clásico: Los romanos y Mitos griegos.

Susana González Marín

Odiseo entre cantos de sirenas en la Biblioteca General Histórica

Óscar Lilao nos envía esta imagen, frontispicio al segundo tomo del Teatro eroico e politico de governi de’ viceré del regno di Napoli dal tempo del re Fernando il Cattolico fino al presente‘, de Domenico Antonio Parrino, escritor e impresor napolitano (1642-1716). La obra, en 3 tomos, fue publicada en Nápoles entre 1692 y 1694 y forma parte de los fondos de la Bibioteca General Histórica (BG/46291).

En la parte superior de la página puede leerse: Certus iter peragit surda dum preterit aure («Recorre firme el camino mientras hace oídos sordos»). El grabado representa a las sirenas entonando una melodía mientras Odiseo pemanece agarrado firmemente al mástil -no atado a él- y uno de sus compañeros parece dormir.

Malheridos. Exposición bibliográfica virtual

La semana pasada, gracias a El Mercurio Salamantino, conocimos una nueva exposición virtual que, si bien incluye todo tipo de libros, muestra muchos ejemplares pertenecientes al ámbito clásico, como el que encabeza esta entrada, De historia plantarum de Teofrasto.

Nos referimos a Malheridos. La huella del tiempo en las bibliotecas REBIUN. El propósito de esta exposición, cuyo responsable es El Grupo de Patrimonio Bibliográfico de REBIUN, es mostrar «el daño sufrido por los libros, sea cual sea su causa. El daño y, en ocasiones, las medidas que se han tomado para evitar su definitiva destrucción.»

La exposición se divide en 4 secciones diferenciadas:

CENSURA

DESASTRES NATURALES

MALA PRAXIS

VIOLENCIA

Juan Valera, aprendiz de helenista

Sí, hablamos de Juan Valera, el autor de Pepita Jiménez o de Doña Luz. Durante el otoño de 1879, retirado en su finca de Cabra, tradujo Dafnis y Cloe, de Longo, que publicó con una Introducción y notas propias en enero de 1880, bajo el pseudónimo de Un aprendiz de helenista. Puedes consultar la edición digitalizada de 1886 en la Biblioteca Digital Hispánica.

Además tuvo el proyecto de traducir a otros autores griegos, como Homero (la Odisea), Hesíodo (la Teogonía) o las siete tragedias de Esquilo, estas últimas en colaboración con Menéndez Pelayo, proyecto que, finalmente, llevó a cabo solo este último.

Si queréis saber más sobre la cultura clásica de Valera os remitimos a la biografía publicada por Pilar Hualde Pascual (2010) en la página Catalogus Philologorum Classicorum. De ahí hemos extraido el siguiente párrafo:

«Por lo que respecta a su obra cumbre, Pepita Jiménez (1874), tiene en ella especial relevancia la influencia virgiliana, tanto en los ecos campestres de Bucólicas y Geórgicas, como en la reproducción del motivo del encuentro de Dido y Eneas en la Eneida. Del resto de la poesía latina se puede destacar la presencia del pensamiento poético de Horacio acerca de la vida retirada, tan indisociable del de nuestro Fray Luis de León, la influencia de Ovidio, en la recreación del episodio de Filemón y Baucis, sin olvidar a Catulo, por quien nuestro autor manifiesta especial querencia. Por la parte griega, aparte de la influencia evidente y confesada de su admirado Longo y de alguna referencia puntual a Jámblico, no podemos olvidar los ecos del Hipólito de Eurípides, en el que se inspiran irónicamente algunas escenas de Pepita Jiménez. Finalmente, y pasando a un género tan afín a la novela como es la historia, Jenofonte ocupa un lugar relevante dentro de las referencias a la literatura clásica presentes en Pepita Jiménez, pues con él se nos va a ilustrar el papel que el «yo» del narrador debe ocupar en la historia. En el resto de su obra aparecen, asimismo, numerosas referencias a los clásicos: Homero, especialmente querido por nuestro autor, aparece con frecuencia citado en sus epistolarios e incluso en sus novelas, donde no se priva de incluir la paráfrasis de algún texto de la epopeya homérica, y Platón y Luciano también se dejan ver en su obra epistolar. Aparte de los significativos ecos de los grandes clásicos griegos y latinos es sus obras más conocidas, es reseñable que escritos de Valera mucho menos famosos, como su cuento Parsondes,
o incluso obras inconclusas como Lulú, Princesa de Zabulistán o Zarina se han basado en relatos de la Historia Universal de Nicolás de Damasco y en un fragmento de Ctesias, lo que supone un conocimiento por parte de nuestro autor de textos de autores griegos muy específicos y poco conocidos, hecho singular en el panorama literario de la España del siglo XIX.»

A este particular Agustín Ramos Guerreira nos anima a reivindicar a Valera también en el territorio de la lingüística, si no como lingüista dedicado, al menos como lúcido aficionado a ello. El profesor Ramos señala lo siguiente: «Valera tiene el mérito de haber usado por primera vez en español (a la luz de los datos del CORDE) el término “flexión” en su acepción morfológica. Lo hizo en la Contestación al discurso de Recepción de don Francisco de Paula Canalejas en la Real Academia Española el 28 de noviembre de 1869; pero lo más llamativo de ese discurso, que llevaba por título Leyes que presiden a la lenta y constante sucesión de los idiomas en la historia Indo-europea, es una especie de visión anticipada de la idea de gramaticalización que tradicionalmente se atribuye a Meillet, aunque hubo otros atisbos previos que no hacen aquí al caso». Y nos facilita la cita de Valera por si a alguien le parece exagerada su intuición:

«Juzgando, pues, que toda desinencia, por donde viene a modificarse el valor de una palabra y a convertirse en otra palabra derivada, tuvo un valor por sí en un principio, hay que convenir en que la mayor parte de las lenguas tuvieron en su origen el carácter elemental o monosilábico de la lengua china; en que después fueron aglutinantes, y en que, por último, vinieron a ser lenguas de flexión.»

Susana González Marín

EL “César” de Ovidio y sus imágenes

Julio César es también protagonista de las obras de Ovidio. El poeta lo menciona en su obra Fastos a propósito de las modificaciones del calendario que se relatan en el libro tercero:

(…) sed tamen errabant etiam nunc tempora, donec               
     Caesaris in multis haec quoque cura fuit.
non haec ille deus tantaeque propaginis auctor
     credidit officiis esse minora suis,
promissumque sibi voluit praenoscere caelum
     nec deus ignotas hospes inire domos.               
ille moras solis, quibus in sua signa rediret,
     traditur exactis disposuisse notis;
is decies senos ter centum et quinque diebus
     iunxit et a pleno tempora quinta die.
hic anni modus est: in lustrum accedere debet,               
     quae consummatur partibus, una dies.

Fastos, 3, 155-166

«No obstante, el calendario continuaba siendo defectuoso hasta que César, a sus muchas preocupaciones, añadió también ésta. Este dios y fundador de tan eximia descendencia no consideró esta empresa indigna de su atención. Quiso conocer de antemano el cielo que se le había prometido, para no entrar, una vez convertido en dios, como un extraño en una morada desconocida. Se dice que fue él quien estableció en tablas precisas el tiempo que tarda el sol en regresar a cada uno de los signos. Añadió sesenta días y a quinta parte de un día entero a los trescientos cinco ya existentes. Esta es la duración de un año: cada lustro debe añadirse un día más, que es la suma de las fracciones.»

(Traducción de Marcos Casquero, Universidad de León, 1990)

Las ediciones ilustradas de las obras de Ovidio imaginaron esta acción de Julio César tal y como aparece en dos ediciones que conserva la Biblioteca General Histórica de la Universidad de Salamanca: los Fastos editados en Venecia en 1508 en casa del famoso impresor Giovanni Tacuino y la edición de la misma obra que vio la luz en Milán en 1510 impresos por Leonardo Pachel.

Fastos. Fanensis. Tacuino. Venecia.1508. Imagen del libro tercero.

Fastos. Fanensis. Pachel. Milán.1508. Imagen del libro tercero.

Ambas imágenes, concebidas de manera similar en una estructura tripartita para reseñar varios de los episodios recuperados por Ovidio en libro que ilustran, presentan en la última parte, a la derecha de la imagen la escena del momento en el que César, coronado de laurel, vestido a la romana, entronizado y con un cetro, dispone las reformas del calendario que unos escribas toman al dictado. La escena, que es similar a la que se reproduce en el espacio central y representa las reformas de Numa Pompilio, muestra el avance en la representación del ambiente y de la escritura que se hace en un volumen en lugar de la especie de tabula sobredimensionada que recoge las modificaciones del monarca.

Pero Julio César es también uno de los protagonistas del poema de las Metamorfosis del poeta latino. En concreto, la última de las transformaciones que se narran o describen en el poema es justamente la conversión en estrella del dictador.

Ovidio lo cuenta así:

Vix ea fatus erat, media cum sede senatus
constitit alma Venus nulli cernenda suique
Caesaris eripuit membris neque in aëra solui
passa recentem animam caelestibus intulit astris,
dumque tulit, lumen capere atque ignescere sensit
emisitque sinu: luna volat altius illa
flammiferumque trahens spatioso limite crinem
stella micat natique videns bene facta fatetur
Ese suis maiora et vinci gaudet ab illo.
(Met. 15, 843-851)

«Apenas había terminado de decir esto, cuando en mitad del palacio del senado se posó la bienhechora Venus sin que nadie pudiese verla, y de entre los miembros de su César, capturó su alma fresca, no dejando que se disipase en el aire y la introdujo entre los astros del cielo, y mientras la llevaba notó que cobraba luz y empezaba a arder, y la soltó de su regazo; vuela el alma más arriba de la luna y respelandece convertida en una estrella que arrastra una cabellera llameante de enormes proporciones, y al ver los hechos gloriosos de su hijo declara que son mayores que los suyos y se regocija de ser sobrepujada por él.»

(Traducción de Antonio Ruiz de Elvira, CSIC, Madrid, 1994)

Algunas ediciones ilustradas también imaginaron el momento del catasterismo de César y la intervención de su divina antepasada, Venus. Una de ellas, en concreto la que se edita en Amberes en 1595 en casa de Pedro Bellero, con la traducción castellana de Bustamante, propone esta visión del magnicidio, el traslado y apoteosis del alma del dictador, representada como un rostro que parece una máscara que llega a las manos de la diosa Venus, mientras la asamblea de los restantes dioses contemplan la escena desde el cielo en el que se va a integrar el eximio mortal, y en el que ya figura un reciente miembro, el propio Hércules.

Metamorfosis. Bustamante. Bellero. Amberes.1595. Ultimo grabado del libro quince (fol. 227v)

Fátima Díez Platas

Universidad de Santiago de Compostela

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