ἦ τέθνακε;
Consulta al oráculo de Dodona en dialecto dórico (¿s. IV a.C.?), IDodona 115A
El pasado 12 de enero falleció en Las Rozas el profesor Javier de Hoz Bravo. Había nacido en Madrid en 1940 y había estudiado Filología clásica en la Universidad Complutense, donde se doctoró en 1966 con una tesis dirigida por Francisco Rodríguez Adrados sobre la estructura de la tragedia en Esquilo, que recibió el premio extraordinario. Obtuvo la cátedra de griego en 1967, a la edad, hoy inimaginable, de veintiséis años. Tras apenas dos cursos en Sevilla, se trasladó a la Universidad de Salamanca en 1969 para ocupar la plaza que había dejado vacante nada menos que Martín Ruipérez, otra figura crucial en la Filología griega española y en la que entonces era Facultad de Filosofía y Letras de Salamanca. Aquí se encontró y entabló amistad con colegas como Carmen Codoñer, Koldo Mitxelena y, más tarde, Francisco Villar. En nuestra universidad permaneció durante veinte años hasta que en 1989 no desaprovechó la oportunidad de regresar con toda su familia a su añorado Madrid, a la Universidad Complutense en la que había iniciado su vida universitaria.
En Salamanca fue muchos años director del antiguo Seminario de Griego y luego Decano de la Facultad de Filología entre 1981 y 1985. El curso 1978–1979 disfrutó de un año sabático como becario Humboldt en la Universidad de Tubinga. En 1985 con la nueva estructura universitaria, se convirtió en el primer director de nuestro actual Departamento de Filología Clásica e Indoeuropeo.
Tuve el honor de ser su subdirector en esa etapa, en la que todo estaba sujeto a cambio (no siempre a mejor). Por esa circunstancia, con su traslado a Madrid, recayeron en mí, por un lado, la ineludible obligación de sustituirlo en la dirección del departamento hasta que se convocaron de inmediato nuevas elecciones, y, por otro, el inmerecido privilegio de pronunciar un discurso informal de despedida en una cena que congregó a la mayoría de los miembros del departamento. Yo cené al lado de María Paz García-Bellido, su mujer, experta en numismática antigua, quien, pretextando que se había tomado una copa de más, me hizo reír lo indecible con comentarios muy divertidos. Ahora, por una ironía de la vida, recaen de nuevo en mí el privilegio y la obligación de rendir a Javier de Hoz en nombre de sus amigos y compañeros los honores de una despedida ya definitiva con esta pequeña semblanza que, sin duda, se resentirá de mi escasa capacidad para la hipérbole y mi propensión a la parquedad en el elogio.
Los fríos datos de un currículum fecundo en publicaciones no darían una idea ni siquiera aproximada de lo que el perfil académico de Javier de Hoz y su figura significaron para la Filología griega y, muy en especial, porque es lo que nos atañe más directamente, de la huella imborrable que dejó en nuestro departamento.
Los docentes del departamento que pasamos de los cincuenta tuvimos la oportunidad de disfrutar como alumnos de sus clases, en las que ofrecía una visión novedosa de los textos griegos, de la literatura y también de la sintaxis del griego antiguo. Aquí dirigió diversas tesis doctorales a algunos profesores ya jubilados o todavía en activo como Juan Luis García Alonso. Los alumnos de promociones más recientes lo han podido conocer en algunas de las conferencias que ha impartido en Salamanca. La última, sobre las escrituras paleohispánicas, la pronunció, lamentablemente, hace algo más de un año en un ciclo de conferencias sobre las escrituras de la Antigüedad que organizó la sección local de la SEEC.
El vínculo de Javier de Hoz con Salamanca nunca se rompió. Aparte de la relación personal continuada o más intermitente con sus antiguos colegas y las ocasionales visitas a Salamanca por razones estrictamente académicas, desde 1996 su hija María Paz de Hoz García-Bellido es profesora titular en nuestro departamento (seguramente ya por poco tiempo).
La obra científica de Javier de Hoz giró en torno a dos ejes principales, que, a primera vista, poco tienen que ver entre sí: la Literatura griega, principalmente del periodo arcaico, y el estudio de las lenguas paleohispánicas y las escrituras antiguas. Durante los primeros años de su etapa salmantina, su trabajo se centró fundamentalmente en el primer campo y, en especial, en el análisis de la estructura de la tragedia ática. Por increíble que hoy nos pueda parecer, en los antiguos planes de estudio de la licenciatura de Filología clásica, la Literatura griega y la Literatura latina no figuraban como asignaturas con entidad propia. Él fue el primero que impartió la materia y sus aportaciones supusieron una renovación de los estudios de Literatura griega en Salamanca a los que dotó de un aire de modernidad.
Su afición por las lenguas paleohispánicas, que venía de tiempo atrás y que había compartido con colegas de Salamanca como Koldo Mitxelena y Francisco Villar, pasó a ocupar un primer plano en los últimos años de Salamanca y, de manera aún más ostensible, tras el traslado a Madrid, donde Javier de Hoz se convirtió en el núcleo de un amplio equipo de investigación sobre este campo de estudio, al que se incorporaron miembros de distintas universidades españolas.
Con ocasión de su jubilación sus discípulos y colegas le homenajearon con sendos volúmenes editados por Eugenio R. Luján y Juan Luis García Alonso, Serta Palaeohispanica in honorem Javier de Hoz (= Palaeohispanica) (Zaragoza, 2010) y A Greek Man in the Iberian Street: Papers in Linguistics and Epigraphy in Honour of Javier de Hoz (Innsbruck, 2011). El primero de ellos (pp. 17-37) incluye una reseña detallada de la biografía y bibliografía de Javier de Hoz hasta 2010.
Su aspecto era inconfundible. El rostro anguloso de rasgos afilados, sonrisa amplia y ojos escrutadores se coronaba con una abundante cabellera que remataba un emblemático penacho declarado en rebeldía. Espigado, de porte atlético —había practicado el deporte en su juventud y se mantuvo en forma toda la vida—, con un estilo vagamente inglés, siempre a la carrera con un aire distraído, parecía más joven de lo que correspondía a su edad real.
Fue un curioso impenitente interesado por las novedades en cualquier campo de la Filología clásica y la naturaleza le había dotado de una memoria prodigiosa. Su carácter era más bien tímido y reservado, pero no apocado ni cohibido ni irresoluto y tampoco cultivaba el enigma y el misterio. Trataba de evitar los conflictos, pero no los rehuía a cualquier precio, y hacía valer sus opiniones con convicción y contra viento y marea cuando consideraba que algo o alguien merecía ser apoyado o defendido. Yo puedo dar fe de ello. Nunca actuaba movido por las circunstancias cambiantes y por su interés personal más inmediato. Como se dice vulgarmente, no se casaba con nadie.
Esta gallardía y su talante ecuánime e independiente, poco amigo de los cotilleos, las intrigas y las camarillas, lo hacían parecer «olímpico» a ojos de algunos. Según mi experiencia, era una persona franca, de trato fácil, optimista, delicada y afectuosa. No puedo olvidar cómo fue a visitarme en Madrid al hospital donde yo convalecía de una complicada intervención quirúrgica.
Era un orador eficaz, que, sin recurrir a trucos y artificios retóricos, sabía encontrar el tono y la expresión adecuada para cada ocasión. No eran menos admirables sus dotes para la gestión. Durante años él fue quien se ocupó de organizar la biblioteca del antiguo departamento. Poseía además la rara virtud de saber delegar las tareas en otras personas dándoles completa libertad de actuación sin inmiscuirse en su trabajo. Tenía una concepción global del departamento y, con una aguda inteligencia práctica y una clara visión de futuro, se anticipó a los tiempos buscando eso que ahora los pomposos pedantes que rigen y mortifican nuestras vidas han dado en llamar «internacionalización» y «visibilidad».
Los últimos años de su vida estuvo peleando a brazo partido contra un cáncer implacable. Durante mucho tiempo fue ganando las batallas una tras otra, hasta que, en los últimos meses, las tornas cambiaron. Desde el primer momento hasta el último su actitud frente a la enfermedad fue ejemplar y admirable. Como contaban sus hijos, en vez de dejar traslucir su natural preocupación y desánimo, él era quien, como un héroe clásico, animaba a su familia y restaba importancia a los efectos cada vez más evidentes de su mal. Recuerdo que hace algunos años, cuando, por efecto de la quimioterapia, había perdido el pelo y estaba un tanto irreconocible, él mismo se burlaba divertido de los «caracolillos» que le empezaban a crecer en la cabeza, pese a que había tenido siempre el cabello apenas ondulado.
La última vez que estuve con él fue en Vitoria a finales de noviembre del año pasado con ocasión de un homenaje que se tributaba a nuestro común amigo el profesor Joaquín Gorrochategui. Desde la mesa presidencial y, tratando de disimular un dolor que se adivinaba en algunos gestos, pronunció unas palabras cariñosas y tan acertadas como siempre en honor del homenajeado, pero ahora su marcha antes briosa se había enlentecido y tenía que ayudarse con el bastón. Me vinieron a la memoria los deslumbrantes poemas de los líricos griegos arcaicos sobre la fragilidad de la vida humana, la vejez y la enfermedad, que él me había explicado cuarenta y tres años antes y que yo entonces, joven y despreocupado, leía como si todo aquello fuera un simple topos literario lejano en el tiempo y en el espacio y completamente ajeno a mí y a mis circunstancias. Ahora en Vitoria la vida imitaba a la literatura: «Blancos se han vuelto mis cabellos de negros que eran. Mi ánimo está pesado. Ya no me llevan las rodillas, que antaño eran ágiles para bailar como de cervatillos», tal como escribía una maravillosa Safo (fr. 58.5-6) en el crepúsculo de su vida. A pesar de todo, Javier de Hoz logró no perder ni por un momento en toda la jornada su peculiar sonrisa: «Lo lamento a menudo, pero ¿qué podría hacer?» (Sapph. Fr. 58.7). Cuando nos despedimos de él, muchos tuvimos la sensación de que esa podía ser la última vez que lo veíamos.
Todos los miembros de nuestro departamento estamos en deuda con él en el plano profesional y muchos también en el plano personal. Su ausencia ha dejado en nosotros un poso de añoranza y un sentimiento de orfandad.
Julián Victor Méndez Dosuna